Capítulo 49 – Adiós, papá.
El trayecto al hospital fue un borrón de luces y sirenas imaginarias. Mi madre sollozaba en el asiento trasero, repitiendo frases inconexas, mientras Alex conducía con el rostro tenso, como si la presión de sus manos en el volante pudiera cambiar lo inevitable. Yo apenas podía respirar; cada minuto me parecía un ladrón cruel.
Al llegar a urgencias, nos hicieron esperar en una sala angosta y blanca, con olor a cloro. Una enfermera tomó datos rápidos y desapareció tras una puerta. El tiempo se volvió viscoso. Miraba el reloj de pared, y cada segundo era un golpe que no encontraba eco.
De pronto, un médico apareció. Su bata tenía arrugas de horas, su rostro el peso de la costumbre.
—Sufrió un infarto masivo —dijo, sin rodeos—. Iniciamos maniobras de reanimación al llegar, pero no respondió. Lo sentimos mucho.
La frase cayó como un hierro ardiente. Mi madre lanzó un grito seco, desgarrado. Yo, en cambio, no logré emitir sonido alguno. Sentí cómo el pasillo giraba, cómo el suelo desaparecí