El hospital me recibió con el mismo aire enrarecido de siempre, ese olor a desinfectante que parecía colarse hasta los huesos. Caminé por el pasillo con el bolso apretado contra mi costado, como si dentro llevara una prueba secreta que nadie debía ver. La copia del documento de la aseguradora crujía cada vez que movía la mano, recordándome su existencia como un cuchillo escondido en la tela.
Al entrar en la habitación, Margaret levantó la vista de inmediato. Estaba sentada junto a la cama, con la serenidad de alguien que había aprendido a vigilar sin perder la compostura.
—Llegaste justo a tiempo —dijo, levantándose para dejarme su lugar—. Se despertó hace poco, pero volvió a dormirse enseguida.
Me incliné para rozar la frente de Alex. Dormía con una calma que me partía en dos: por un lado, me tranquilizaba verlo respirar con regularidad; por otro, me desesperaba pensar en las piezas que faltaban, las sombras que seguían acechando incluso en medio de esa quietud.
—¿Todo bien con el se