Capítulo 4 – La noche de bodas

El ascensor subía lentamente, como si el hotel entero supiera que aquel era un momento que debía saborearse. Alex no apartaba la vista de mí. Sus dedos entrelazados con los míos transmitían una presión constante, como si me anclara a él… o a sí mismo.

Cuando las puertas se abrieron, me condujo de la mano hacia la suite. El pasillo estaba en silencio, como si fuéramos los únicos habitantes del mundo.

Abrió la puerta y, al entrar, me detuve a contemplar la habitación. Todo estaba preparado: pétalos de rosa sobre la cama, velas encendidas proyectando una luz cálida y suave, y una botella de champagne en la mesa junto a dos copas.

—¿Esto es obra tuya? —pregunté, girándome hacia él con una sonrisa.

—Algunas tradiciones merecen respetarse, ¿no crees? —respondió, acercándose.

Había algo en su mirada, una intensidad contenida, como si llevara horas conteniéndose. Me rodeó la cintura con sus manos, pero el contacto era diferente: sus dedos se sentían más duros, menos delicados que los de Alex. La suavidad y ternura habituales se habían transformado en una presión firme, casi invasiva.

Alcé el rostro hacia él.

—Ahora somos oficialmente esposos, Isla Davenport de Ashford —susurró, rozando mis labios con los suyos.

El beso fue distinto al de la ceremonia. No era medido ni dulce. Era urgente, casi brusco, como si necesitara recordarme quién era, pero sin la calidez que recordaba. Sus labios se movieron sobre los míos con una mezcla de hambre y una intensidad casi fría que me hizo dudar por un instante.

Sentí sus manos recorrer mi espalda, pero no con la paciencia cariñosa de Alex. Desabrochó mi vestido con una determinación que rozaba la impaciencia, y sus dedos parecían tensos, menos expertos, más torpes.

Cuando el vestido cayó al suelo, me miró como si fuera la primera vez. Sus ojos, usualmente cálidos y juguetones, estaban oscuros, fijos en mí con una expresión casi calculadora. Su aliento se volvió irregular.

—Eres preciosa… siempre lo has sido, pero hoy… hoy es distinto —murmuró, acariciando mi mejilla con una mano firme, sin la suavidad habitual.

Su voz era un susurro grave, reconocible, pero había un matiz extraño en ella, como si cada palabra tuviera que ser pensada antes de salir.

—Tú también te ves distinta hoy —dije, intentando romper la tensión con una broma, pero mis palabras sonaron más sinceras de lo que esperaba.

Por un instante, una sombra de sonrisa cruzó su rostro.

—Supongo que casarse cambia a cualquiera.

Nos besamos de nuevo, y esta vez no hubo contención, pero tampoco la ternura que conocía. Me alzó en brazos y me llevó hasta la cama, donde sus manos, su boca y su cuerpo parecían esforzarse por borrar cualquier distancia entre nosotros. No era un amor torpe ni forzado, pero sí más intenso, más... feroz, con una necesidad casi desesperada de marcar cada caricia, cada beso, como si grabara en mi piel una promesa muda.

El Alejandro que conocía era dulce en sus gestos, juguetón incluso en la intimidad. Pero esa noche, había una pasión contenida que me desbordaba, y que, de algún modo, también me seducía, aunque me incomodaba.

Cuando sus labios recorrieron mi clavícula, sentí cómo su respiración temblaba, como si estuviera peleando contra sí mismo. Le aparté el rostro suavemente, buscándole los ojos.

—¿Estás bien, Alex? —pregunté con voz baja.

Su respuesta fue un beso en la frente, profundo, pero con una urgencia extraña, como si me pidiera que no preguntara más.

—Te tengo a ti. Nada puede estar mejor.

Hicimos el amor esa noche con una mezcla de ternura y desesperación, como si fuera la primera vez y, a la vez, la última. Y aunque había pequeños gestos que me parecieron distintos —un roce más áspero, una respiración más agitada, una presión inusual—, los ignoré. Porque lo necesitaba. Porque quería creer que era solo la emoción.

Horas más tarde, mientras descansaba acurrucada contra su pecho, escuché su corazón latir con fuerza. Su mano acariciaba distraídamente mi brazo, pero con un tacto menos cuidadoso, en círculos suaves pero con una presión firme.

—Gracias, Isla —murmuró.

—¿Por qué?

—Por elegirme. Por no dudar nunca de nosotros.

Sonreí, sin abrir los ojos.

—Nunca lo haría, Alex. Nunca.

Pero en el fondo, una pequeña voz me susurraba que, por primera vez, lo había hecho.

La mañana siguiente, giré la cabeza y lo vi a mi lado. Alejandro Ashford, dormido boca arriba, con el rostro relajado y el brazo extendido sobre la almohada vacía. Tenía el cabello revuelto, más que de costumbre, y una sombra de barba que no recordaba haber visto en él con tanta frecuencia. Pero lo que más me llamó la atención fue la rigidez de su postura. Como si incluso en sueños, no pudiera soltarse del todo.

Me acerqué despacio, y apoyé mi cabeza sobre su pecho. Su respiración era profunda, constante, pero su corazón latía con una fuerza inusual, como si estuviera corriendo en sus sueños.

Le besé el pecho, justo donde latía, y entonces, sus brazos se cerraron alrededor de mí en un movimiento automático, casi desesperado.

—Buenos días, esposo mio.

—Buenos días, Isy —dijo de repente, atropellado, como si la costumbre lo traicionara.

Lo miré sorprendida y confusa. “Isy” no era un apodo que él me hubiese dicho nunca.

—Quiero llamar de una manera que nadie más lo haga —se corrigió rápido, apretando mi mano con fuerza para que no notara más.

Sus dedos comenzaron a acariciar mi cabello, y por un instante, todo fue perfecto. Pero luego, esa inquietud volvió, como una gota de agua fría recorriendo mi columna.

—Dormías tenso —comenté, levantando la vista hacia él.

Sus labios se curvaron en una sonrisa suave.

—Supongo que no he asimilado que ahora soy un hombre casado. Debo estar en modo “protector”.

—¿Protector de qué? —reí, divertida.

—Del mundo, Isla. ¿No sabes lo peligrosa que puedes ser? —me dijo, haciendo rodar los ojos de manera exagerada.

Me hizo reír. Esa broma era tan suya, tan “Alex”, que la tensión en mi pecho se disipó un poco.

Nos quedamos así unos minutos, en silencio, hasta que él rompió la calma.

—Tengo hambre. ¿Desayuno en la cama? —propuso, besándome la frente antes de levantarse.

Lo observé caminar hacia el teléfono, desnudo, con la seguridad de quien sabe que alguien lo mira. Había algo más atlético en su andar, un leve cambio en la forma en que sus músculos se marcaban al moverse. Pero me obligué a no pensar demasiado en ello.

Pidió el desayuno y volvió a la cama, abrazándome por detrás, su pecho pegado a mi espalda.

—Isla —susurró cerca de mi oído—, prométeme algo.

—Lo que quieras.

—Prométeme que, pase lo que pase, siempre me mirarás como me estás mirando ahora.

Me giré hacia él, acariciándole la mejilla.

—¿Qué clase de promesa es esa? —bromeé, aunque su tono me había calado más de lo que quería admitir—. Solo tienes que seguir siendo tú.

Sus ojos se suavizaron, pero había una sombra en ellos. Me besó como si con ello cerrara la conversación.

El desayuno llegó poco después: croissants, frutas, café y jugo de naranja. Comimos entre risas, con las manos, sin preocuparnos por las migas sobre las sábanas.

Pero mientras hablábamos de la luna de miel, mientras hacíamos planes y reíamos como siempre, había algo en su mirada que me perseguía. Una seriedad que se asomaba en los huecos de cada broma.

Cuando terminamos, me tumbé de nuevo sobre su pecho.

—Te noto raro —dije de pronto, sin pensar.

Él se tensó apenas, pero se recuperó rápido.

—¿Raro cómo?

—No sé… es como si estuvieras peleando contigo mismo. Como si intentaras no romper algo frágil.

Su mano recorrió mi espalda lentamente, de arriba abajo.

—Quizá sea porque tengo miedo de no ser suficiente para ti, ahora que llevas mi nombre.

Mi corazón se apretó. Me incorporé, apoyando mis manos en su pecho.

—Eso es absurdo, Alex. Tú eres todo lo que siempre quise.

Él sonrió, pero fue una sonrisa triste, cargada de algo que no supe descifrar.

—Me haces mejor, Isla. No lo olvides.

Me abrazó con fuerza, como si necesitara anclarme a su lado.

Y yo me dejé abrazar, convenciéndome de que era solo la magnitud de lo vivido, el agotamiento, las emociones. Porque lo amaba. Y cuando amas a alguien, eliges creer.

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