La recepción estaba bañada por una luz dorada, con mesas decoradas con velas y centros de lirios blancos. Los invitados charlaban animadamente, levantaban copas y sonreían para las fotos.
Yo trataba de dejarme envolver por la alegría del momento, pero no podía ignorar esa sensación extraña que me acompañaba desde que lo vi al final del pasillo.
Él estaba junto a mí, impecable, saludando a todos con una educación perfecta. Pero, en vez de esos gestos espontáneos que tanto me encantaban, la risa repentina, la mano en mi espalda sin motivo, parecía medir cada palabra y cada movimiento.
Mientras saludaba a unos amigos, escuché a una invitada susurrar a su acompañante:
—¿Notaste que Alejandro está más serio que de costumbre?
Otro invitado agregó, riendo bajo:
—Sí, ni una broma ni una risa espontánea. ¿Le habrá sentado mal el traje?
Me sorprendió escuchar esos comentarios, pero no pude evitar sentir que algo en mí coincidía con ellos.
En un momento, nos quedamos solos, apartados un poco del bullicio. Lo miré directamente a los ojos.
—¿Te pasa algo? —pregunté en voz baja.
Frunció el ceño, como si no entendiera a qué me refería.
—No —respondió, casi riendo—. ¿Por qué lo dices?
Encogí los hombros.
—No lo sé… te noto serio. Pensé que serías el que más disfrutaría de todo esto.
Suspiró y bajó un poco la mirada antes de volver a encontrar la mía.
—Sabes que las multitudes no son lo mío. —Su voz era grave, tranquila—. La verdad, hubiera preferido una boda pequeña, solo con los más cercanos. Pero… —me acarició suavemente el rostro con el dorso de los dedos—, sabía que esto te haría feliz. Y yo… no hay nada que quiera más que eso.
Mis ojos se suavizaron. Sentí que el peso en mi pecho se aliviaba.
—Alex…
—Shhh… —me interrumpió con una sonrisa—. Hoy es nuestro día.
Me besó. No fue un beso rápido ni tímido; fue lento, profundo, con la calidez que reconocía, aunque envuelta en un matiz que no supe identificar. Sentí sus manos en mi cintura, atrayéndome más hacia él, y mi corazón cedió ante la certeza que necesitaba: era mi Alejandro.
La música comenzó a suavizarse, marcando el inicio del primer baile. Las luces se atenuaron, y un foco nos iluminó cuando tomamos la pista.
—¿Lista para deslumbrar a todos, señora Ashford? —preguntó, ofreciéndome su mano con una sonrisa que parecía más segura que antes.
—Solo si me sigues el ritmo, señor Ashford —respondí, sintiendo cómo mis labios dibujaban una sonrisa genuina.
Su agarre en mi cintura fue firme y natural, como si siempre hubiera estado allí. Nos mecimos al compás de la música, y por un instante, todo desapareció: las miradas, las dudas, las asperezas en sus manos. Era él. Tenía que ser él.
—Te amo, Isla —susurró, cerca de mi oído, tan bajo que solo yo pude escucharlo—. Más de lo que las palabras pueden decirte hoy.
Cerré los ojos y me aferré a ese momento. No importaban los detalles, las nimiedades. Solo nosotros.
El vals terminó con aplausos, y poco a poco la pista se llenó de invitados. Nos vimos rodeados de amigos y familia, todos queriendo felicitarnos, abrazarnos, tomar fotos. Alejandro se movía entre ellos con la elegancia y el carisma que siempre había tenido. Pero había un leve matiz de… distancia. Como si estuviera en guardia, cuidando cada palabra.
Yo atribuí aquello al cansancio, o quizá a la magnitud del evento. No todos saben disfrutar de ser el centro de atención.
Más tarde, mientras los invitados seguían festejando, nos retiramos un momento al balcón del salón. El aire nocturno me envolvió, fresco y calmo, disipando la calidez del interior.
—¿No te parece curioso cómo todos quieren un pedazo de nosotros hoy? —bromeé, apoyándome en la baranda.
Él se ubicó detrás de mí, rodeándome con sus brazos, su mentón descansando sobre mi hombro.
—Es porque somos jodidamente perfectos —murmuró, con esa arrogancia juguetona que reconocía en Alex… pero que, por alguna razón, hoy me sorprendió.
Me reí.
—Vaya, qué modestia, Ashford.
—Contigo no necesito modestia. Ya me conoces demasiado.
Esa última frase me dejó pensativa. Era cierta. Lo conocía, de arriba a abajo. O eso creía.
—¿Sabes qué es lo que más amo de ti? —pregunté, girándome en sus brazos.
Él arqueó una ceja, divertido.
—Ilumíname.
—Que nunca tuviste miedo de mostrarme tus emociones. Siempre fuiste transparente conmigo, Alex. Incluso cuando te sentías vulnerable.
Por un segundo, su mandíbula se tensó. Pero se recuperó rápido, inclinándose para besarme suavemente.
—Siempre lo seré, Isla. Siempre.
Volví a abrazarlo, dejando que el murmullo de la fiesta se desvaneciera a lo lejos.
Con un nudo en la garganta, decidí ponerlo a prueba.
—¿Recuerdas cuando nos perdimos en la ruta de senderismo aquel verano? —pregunté con la esperanza de verlo reaccionar.
Él frunció el ceño, como buscando un recuerdo, y después sonrió forzado:
—Sí… creo que fue una aventura interesante. Me alegro de que estuviéramos juntos.
No era la respuesta que esperaba. Había algo en su mirada que parecía distante, y no pude evitar que un escalofrío recorriera mi espalda.
La noche avanzó entre brindis, bailes y promesas. Alex fue recuperando poco a poco sus gestos, como si las horas le devolvieran la familiaridad de su propio cuerpo. O quizás era yo quien, aferrada a lo que sentía, decidía no ver nada más.
Al final de la velada, cuando subimos al auto que nos llevaría al hotel, me tomó la mano y entrelazó nuestros dedos con fuerza.
—No sabes cuánto he esperado este momento, Isla. —Su voz se quebró apenas.
Le sonreí, y esta vez no hubo duda. Apreté su mano contra mi pecho.
Mientras entrelazaba mis dedos con los suyos, no pude evitar preguntarme si era solo mi imaginación… o si realmente había algo en él que ya no reconocía.
¿Cómo podía estar tan segura y al mismo tiempo tan perdida?