Capítulo 5 – La luna de miel

Italia. Siempre había soñado con recorrer sus calles empedradas, perderme entre los mercados de flores y mirar el atardecer sobre el mar en la costa amalfitana. Alejandro lo sabía. Por eso no me sorprendió cuando eligió Positano para nuestra luna de miel.

—Quería verte aquí —dijo, sosteniéndome la mano mientras el auto serpenteaba por las colinas—. Sabía que te enamorarías del lugar… y yo tendría una excusa para enamorarme de ti otra vez.

Sus palabras me hicieron sonreír, pero también dejaron un eco en mi pecho. Era algo que Alex diría sin duda, pero no como lo dijo ahora, no con esa perfección medida, como si recitara una línea ya ensayada.

Llegamos al hotel, un pequeño palacio en lo alto de la colina, con balcones que parecían flotar sobre el mar. Todo era un sueño.

Esa tarde paseamos por las calles angostas del pueblo, y por momentos, todo era como siempre. Él me rodeaba con su brazo, me susurraba bromas al oído y me compraba helado como si no existiera nadie más en el mundo.

Pero había momentos... momentos en los que se quedaba en silencio, observando con demasiada intensidad a la gente, como si estudiara el ambiente. Sus respuestas a veces llegaban un segundo tarde, como si necesitara procesar la reacción correcta.

Cuando le señalé una pequeña librería, emocionada, noté cómo su cuerpo se tensó apenas.

—¿Quieres entrar? —preguntó, sonriendo, pero su mirada buscaba otra cosa, como si el lugar le resultara incómodo.

—Claro, tú siempre dices que soy una adicta a comprar libros que no leeré —le dije, esperando esa risa que solía acompañar mis caprichos.

Pero no se rió. Solo me besó la sien y me empujó suavemente hacia la entrada.

Dentro, revoloteaba el aroma a papel antiguo y café. Yo me perdí entre los estantes, acariciando lomos de libros, mientras él se quedó cerca de la entrada, revisando distraídamente las portadas.

—¿No vas a buscar algún libro viejo de poesía para impresionarme? —le pregunté, bromeando.

Él alzó la mirada, como si se le escapara la referencia.

—Hoy… prefiero impresionarte de otras formas —respondió, acercándose para besarme con lentitud, como si quisiera que olvidara la pregunta.

Y funcionó. Porque era difícil pensar con sus labios sobre los míos.

Esa noche, cenamos en una terraza frente al mar. Velas, vino tinto, risas compartidas… y, aun así, la sensación de que algo se le escapaba de las manos.

—¿Recuerdas nuestra primera cita? —pregunté, sonriendo.

—Por supuesto. —Respondió sin dudar—. El mirador detrás del campus. Llevabas esa bufanda roja que tanto te gustaba.

Asentí, pero... no era correcto.

—Era azul, Alex.

Un parpadeo, casi imperceptible, y luego una sonrisa encantadora.

—¿Azul? Bueno, creo que la vi roja de tanto mirarte a través de ella.

Me reí, aunque algo en mí se removió.

Él se estiró sobre la mesa, tomando mi mano.

—No quiero discutir colores contigo, Isla. Esta luna de miel es para nosotros, no para los detalles.

Era lógico. Tenía sentido. Pero algo en mí no terminaba de asentarse.

Al regresar al hotel, mientras me abrazaba desde atrás en el balcón, contemplando las luces reflejadas en el mar, me susurró:

—Eres la mejor elección que he hecho en toda mi vida. Si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría mil veces.

Me giré hacia él, atrapada entre su cuerpo y la baranda, y le besé con la certeza de que lo amaba.

Pero esa noche, al quedarme dormida, no pude evitar preguntarme: ¿por qué había tantas pequeñas cosas que me hacían sentir que lo estaba conociendo de nuevo?

Al día siguiente, desperté sola. Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Lo busqué a mi lado, pero la cama estaba vacía.

—¿Alex? —llamé, mi voz temblaba un poco.

No hubo respuesta.

Salí de la habitación, pregunté en la recepción, revisé el jardín y los pasillos, pero nadie había visto salir ni regresar a Alejandro.

El vacío empezó a crecer dentro de mí. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no me había dejado una nota? ¿Por qué no contestaba su teléfono?

Las horas pasaron y mi ansiedad aumentó con cada minuto que él no aparecía.

Finalmente, al atardecer, apareció en la puerta del hotel, con una excusa rápida y poco convincente sobre una llamada de trabajo urgente.

—¿Dónde estabas? —pregunté, conteniendo la preocupación y el enfado.

Me miró con su sonrisa habitual, pero sentí que ocultaba algo.

—Lo siento, no quería preocuparte. Tenía que resolver algo rápido.

No sabía si creerle. Algo en su mirada me decía que no me estaba contando toda la verdad.

Pero esa noche, decidí no arruinar nuestra luna de miel. Quería creer en él. En nosotros.

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