La casa me recibió con el mismo silencio solemne de la mañana. Rose había dejado una lámpara encendida en el comedor, como si hubiera adivinado que no regresaría temprano. Sobre la mesa me esperaba una cena sencilla: sopa caliente, pan recién horneado y una ensalada.
Me senté sola, bajo la luz cálida del candelabro, y el contraste con el bullicio del almuerzo de negocios fue brutal. Ningún brindis, ninguna conversación incómoda, ningún juicio escondido tras sonrisas falsas. Solo el tintinear de la cuchara contra la loza y mi respiración cansada.
Comí despacio, más por obligación que por hambre. El cansancio era tan profundo que sentía los huesos pesados, como si cada paso del día hubiera dejado huellas invisibles en mí. Aun así, agradecí la calma de esa cena solitaria: por primera vez en horas, no tuve que fingir.
Al terminar, subí a mi habitación. Me desvestí sin prisa, dejando cada prenda cuidadosamente doblada sobre la silla, y me enfundé en un camisón de algodón suave que aún cons