La mañana siguiente me encontró con los ojos hinchados y la garganta reseca, como si hubiera pasado la noche gritando en lugar de llorando. Apenas dormí, y cuando lo hice, los sueños fueron un revoltijo confuso de rostros, promesas rotas y un eco constante: “No me dejes”.
Me levanté despacio, como quien carga un cuerpo que no le pertenece. El espejo del baño no tuvo piedad: mi reflejo era la imagen viva de una mujer agotada, con el alma hecha jirones. Me lavé la cara con agua fría, intentando recomponer algo de dignidad, y bajé a la cocina.
Rose ya estaba allí, en silencio, preparando café. Me observó de reojo, y aunque no dijo nada, su mirada contenía más compasión de la que estaba preparada para recibir. Coloqué una taza sobre la mesa y me senté, abrazándola con ambas manos, como si en ese calor pudiera encontrar fuerzas.
El café sabía amargo, pero agradecí la crudeza de su sabor: me mantenía despierta en medio del sopor emocional. Con cada sorbo, me repetía a mí misma que había hech