Capítulo 2 – La boda

El murmullo de los invitados se desvaneció cuando el órgano comenzó a tocar.

El brazo de mi padre se tensó un poco bajo el mío, y sentí cómo me miraba de reojo.

—Estás preciosa, hija —murmuró, con la voz cargada de emoción.

Respiré hondo, y di el primer paso hacia el pasillo. El mundo se volvió más lento. Las flores, la luz que se filtraba por los vitrales, los rostros sonrientes a ambos lados… todo se mezclaba en un cuadro perfecto.

Pero yo solo lo buscaba a él.

Al final del pasillo, Alejandro Ashford me esperaba. Se veía guapísimo.

Siempre imaginé que, al verme, se quebraría. Que se llevaría una mano al rostro para disimular las lágrimas, que sonreiría con esa mezcla de amor y vulnerabilidad que tantas veces me había mostrado. Alex siempre había sido un hombre de emociones abiertas, incapaz de esconder lo que sentía.

Pero no. Su expresión era… seria. Firme. Como si se obligara a no reaccionar.

Me dije que serían los nervios. Que quizá, como yo, estaba conteniendo la avalancha de sentimientos para no perder la compostura.

Seguí avanzando, sonriendo, sin apartar la vista de él.

Cuando llegamos al final, mi padre me besó en la frente y tomó mi mano para colocarla en la suya.

Fue entonces cuando lo noté. Sus manos no eran las mismas.

La piel no estaba tan suave como siempre; sus dedos tenían una leve aspereza, como si hubiera trabajado con ellas. Yo siempre le había bromeado diciendo que tenía “manos de niña” y él se reía, asegurando que era por la crema que usaba.

—Hoy olvidé usar crema —dijo con media sonrisa.

Mi pulso se aceleró. Él me miró con esos ojos grises que conocía tan bien… y, sin embargo, algo en ellos me resultó ajeno.

Se inclinó apenas hacia mí y, con esa voz ronca que tanto me había enamorado, murmuró:

—¿Pasa algo, cariño?

Negué con una sonrisa.

—Nada, mi vida —respondí.

Me devolvió la sonrisa, breve, casi ensayada.

El sacerdote comenzó a hablar y su voz resonó en la iglesia, pero las palabras se mezclaban con el latido acelerado de mi corazón.

Alex me sostenía la mano. Su agarre era firme, seguro, como si quisiera transmitirme calma… y, sin embargo, había algo distinto.

No era solo la textura áspera de su piel.

Era su postura. Alex siempre se inclinaba un poco hacia mí, como si no pudiera evitar acortar la distancia. Pero ahora, se mantenía erguido, controlado, como si hubiera ensayado cada movimiento.

El sacerdote nos invitó a mirarnos a los ojos para decir nuestros votos.

Yo le sonreí, esperando encontrar esa chispa traviesa que tantas veces me había hecho reír incluso en los momentos más solemnes.

Pero su mirada era intensa, fija, sin ese brillo juguetón.

—Isla Davenport, prometo amarte y cuidarte todos los días de mi vida… —comenzó, y su voz era grave, perfecta, como siempre. Pero había una pausa, una cadencia distinta, casi imperceptible.

Mi mente me gritó que estaba exagerando. Que eran los nervios, el peso del momento, las miradas de todos sobre nosotros.

Apreté su mano para tranquilizarlo.

—Y yo, Alejandro Ashford, prometo amarte en las buenas y en las malas… —respondí, sintiendo que las palabras eran más ciertas que nunca.

El sacerdote nos pidió los anillos. Cuando él tomó el mío para colocarlo en mi dedo, sus manos no temblaron.

Alejandro siempre temblaba.

Por un instante quise detenerme, preguntar si estaba bien. Pero me obligué a sonreír. Era nuestro día. Nuestro momento. No iba a arruinarlo con sospechas absurdas.

El sacerdote anunció que ya éramos marido y mujer. Él me besó. Fue un beso medido… y extraño. Alex jamás me había besado así.

Yo me convencí de que era porque estábamos frente a todos.

Los invitados aplaudieron. Caminamos juntos hacia la salida, y yo apreté su brazo contra el mío, intentando sentir esa conexión que siempre habíamos tenido.

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