El regreso a la cabaña fue en silencio, pero no un silencio incómodo, sino uno cálido, que parecía resguardar lo especial de aquel amanecer. Caminamos de la mano mientras el cachorro saltaba entre la nieve, como si compartiera nuestra felicidad.
Al entrar, Alex avivó el fuego y enseguida preparó café. Lo observé en cada movimiento: la forma en que medía el agua, cómo soplaba distraídamente para apartar el vapor de su rostro. Era un gesto cotidiano, y sin embargo me conmovía, porque lo hacía con una atención especial, como si de verdad disfrutara cuidarme en las cosas más pequeñas.
—Hoy no quiero hacer nada —dijo, sentándose frente a mí con la taza entre las manos—. Solo quedarnos aquí, los tres.
—¿Los tres? —pregunté, sonriendo, mientras señalaba al cachorro que dormitaba en su manta.
—Claro. Es parte de nuestra familia. —Me guiñó un ojo, arrancándome una risa suave.
El resto del día transcurrió con una calma deliciosa. Leímos acurrucados en el sofá, jugamos con el perro hasta cansarl