Nunca había creído en el amor a primera vista. Hasta que lo vi a él.
Me llamo Isla Davenport. Tengo veintiséis años y soy la única hija del matrimonio Davenport, herederos de uno de los imperios inmobiliarios más importantes a nivel internacional. Crecí rodeada de todas las comodidades que el dinero podía ofrecer, pero también bajo la firme enseñanza de mi madre de que el apellido no es una excusa para la arrogancia. En casa, el trabajo, la discreción y la lealtad eran valores innegociables. No era la típica niña mimada, aunque más de uno lo pensara. Desde pequeña supe que, cuando llegara el momento, tendría que estar a la altura de mi legado.
Alejandro Ashford apareció en mi vida el segundo año de universidad, entrando tarde a mi clase de literatura comparada, con el pelo un poco revuelto, una carpeta bajo el brazo y esa sonrisa que parecía pedir perdón y, al mismo tiempo, invitarte a perdonarlo todo.
Al principio fue su forma de escuchar lo que me atrapó. No fingía interés: me miraba como si cada palabra que decía importara. Después fueron sus detalles: un café en mis mañanas de exámenes, un mensaje justo cuando necesitaba ánimo, un paraguas que apareció en mi puerta la tarde que diluviaba. Alejandro tenía la habilidad de hacerme sentir que yo era su prioridad absoluta… y esa era una adicción peligrosa.
Durante cuatro años, lo amé con la certeza de quien no imagina otro futuro. Con él aprendí que el amor no era una tormenta de fuegos artificiales, sino un faro constante. Y ahora, en la víspera de nuestra boda, me parecía imposible no pensar en lo lejos que habíamos llegado desde aquel primer día.
El ensayo de bodas fue un suspiro. Todos me decían lo guapo que estaba, lo afortunada que era. Y lo sabía. Alejandro era el prometido perfecto: atento, divertido, con un cuerpo que parecía esculpido para hacerme sentir segura entre sus brazos.
Pero esa noche hubo algo distinto.
Mientras cenábamos, me guiñaba un ojo desde el otro extremo de la mesa, como si guardáramos un secreto compartido. Sin embargo, cuando le recordé la anécdota de cómo se perdió en el campus el día que nos conocimos, su sonrisa titubeó.
—Ah, sí… fue todo un desastre —dijo, bajando la mirada hacia su copa de vino, girándola lentamente, como si buscara tiempo. Luego me guiñó otra vez, como si eso fuera suficiente para tapar el vacío.
No le di importancia. ¿Quién recuerda todos los detalles, después de todo?
Al despedirnos, se inclinó para besarme en la frente.
—Mañana —me dijo con esa voz grave que podía derretir acero— serás mi esposa.
Nos separamos para nuestras despedidas de solteros. Yo estaba en un pequeño bar con mis amigas, riendo, bebiendo a sorbos, imaginando qué estaría haciendo él en ese momento. Nunca lo habría adivinado.
La música subía cuando lo vi a Alex entrar. En su traje oscuro, sin corbata, con el cabello un poco alborotado como si hubiera corrido hasta allí. Mi corazón dio un salto. Caminó hacia mí ignorando a todo el mundo, como si solo existiera yo.
Me tomó el rostro entre las manos y me besó con urgencia, un beso que sabía a despedida y promesa al mismo tiempo. Luego me abrazó con fuerza, tan fuerte que apenas podía respirar.
—Te amo… y nunca lo dudes —susurró contra mi oído—. Pase lo que pase, recuérdalo.
Sus palabras me parecieron intensas, incluso para él, pero lo atribuí a los nervios. Sonreí, algo confundida, pero feliz porque yo también lo amaba.
La mañana de mi boda amaneció luminosa, como si el mundo hubiera decidido celebrar conmigo. Abrí los ojos antes de que sonara el despertador; no podía dormir más. Tenía esa sensación en el estómago que mezcla vértigo y felicidad, como antes de subirse a una montaña rusa.
Me quedé unos segundos tumbada, mirando el techo, intentando asimilarlo: en unas horas caminaría hacia Alejandro Ashford, el hombre al que amaba desde hacía casi cinco años. El hombre que me había enseñado que el amor podía ser tranquilo y, aun así, sacudirte el alma.
Las damas de honor llegaron temprano, cargadas con cafés y energía contagiosa. Mientras me maquillaban, una de ellas me preguntó si estaba nerviosa. Me reí.
—Más bien impaciente. Llevo años esperando este día.
Recordé la primera vez que lo vi. Alejandro entrando tarde a clase, pidiendo disculpas con esa media sonrisa que me desarmaba. Cómo me buscó después para preguntarme por los apuntes. Cómo, semanas más tarde, empezó a aparecer en cada rincón de mi vida. Y cómo, un año después, ya no podía imaginar un mundo sin él.
A veces, mientras recordaba esos momentos, me sorprendía que él no los mencionara. Siempre decía que él tenía mejor memoria que yo. Pero había algo más… Como si ciertos recuerdos fueran incómodos para él. Como si prefiriera dejar el pasado en las sombras.
La estilista recogió mi cabello en un moño bajo, dejando un par de mechones sueltos que me rozaban las mejillas. El vestido colgaba junto a la ventana: marfil, de encaje delicado, con una caída suave que parecía flotar al moverlo. Lo toqué con la yema de los dedos y respiré hondo.
Al ponérmelo, tuve la extraña sensación de estar entrando en una nueva piel. No solo era un vestido: era una promesa.
Las flores llegaron poco después: lirios blancos y rosas crema. Los mismos que él me regaló el día que me pidió matrimonio en el mirador donde tuvimos nuestra primera cita.
Me llevé el ramo al rostro y sonreí, imaginando su reacción al verme entrar. Siempre bromeaba diciendo que lloraría a mares. Alejandro era un romántico incorregible, y un llorón adorable.
Aunque, en los últimos días, lo había notado distinto. Seguía diciendo que lloraría, pero sus ojos no se humedecían como solían hacerlo en momentos emotivos. En la cena del ensayo, cuando mi padre hizo un brindis que normalmente lo habría hecho llorar, él solo sonrió, sereno. Pensé que quizás era por los nervios… o tal vez por orgullo. Pero fue extraño.
Antes de salir hacia la iglesia, me miré una última vez en el espejo. No vi a la Isla Davenport de la universidad, ni siquiera a la Isla de ayer. Vi a una mujer segura, lista para empezar su vida junto al amor de su vida.