No recuerdo exactamente en qué momento me quedé dormida. Entre el sonido de mi propia respiración irregular y el golpeteo sordo del corazón contra mis costillas, el tiempo se volvió espeso, como si cada minuto se estirara hasta romperse.
Desperté en plena madrugada. La luz tenue de la lámpara del pasillo se filtraba por la rendija de la puerta, dibujando una línea dorada en el suelo. El lado de la cama de Alex seguía vacío, la sábana intacta, fría.
Me incorporé, dudando. Parte de mí quería dejarlo estar; la otra, necesitaba comprobar que seguía ahí.
Caminé descalza hasta su estudio. La puerta estaba entornada. Dentro, Alex estaba sentado frente al escritorio, la luz de la pantalla iluminándole el rostro cansado. No trabajaba. Solo tenía la mirada fija en un documento que no parecía leer, con una mano sosteniéndose la frente.
—Alex… —dije, apenas en un susurro.
Se giró lentamente. Sus ojos estaban enrojecidos, pero no por sueño.
—No puedes dormir —afirmó, como si no hiciera falta que r