Cuando la puerta se cerró detrás de mis padres, la casa se sumió en un silencio cálido pero cargado de tensión. Yo todavía estaba envuelta en la manta, con la respiración un poco irregular, y Alex se sentó a mi lado, mirándome con esos ojos que siempre parecían leerme el alma.

—Isla… —dijo, bajando la voz, con cuidado—. Quiero que me digas qué te pasó. De verdad. No me digas solo “me asusté” o “no sé”. Necesito entenderlo.

Me tensé, tratando de encontrar las palabras. No era fácil, porque nunca había sentido algo así antes, y mucho menos había admitido que me había asustado tanto. Por fin, respiré hondo y le confesé:

—Fue… que tuve miedo. —Mi voz temblaba, y tuve que mirarlo de reojo antes de continuar—. Miedo de que… de que te fueras otra vez. Como la semana pasada, después de tu consulta con el psicólogo… Saliste distante, y pensé que ya no ibas a estar conmigo. Que me habías dejado sola.

Sus ojos se abrieron un poco, y en ellos vi un destello de culpa inmediata. Se inclinó hacia mí