Para cuando Xylos cruzó las puertas de la habitación, Vecka permanecía sentada junto a la ventana, cubierta solo por una colcha ligera. Había pasado horas sin moverse, observando cómo los copos de nieve descendían con calma sobre los árboles que rodeaban la cabaña. Su respiración formaba un leve vapor que se mezclaba con la bruma del vidrio. No había dormido. No podía. El alfa rompió aquel silencio espeso, y su presencia llenó la estancia con un solo paso. Su figura alta se delineó contra la tenue luz del pasillo, los hombros rectos, el cabello aún húmedo de la nieve que caía afuera. Llevaba el abrigo oscuro abierto, dejando ver parte de su camisa blanca manchada por el viaje.
—Vecka —dijo en voz baja, con ese tono grave que solía usar cuando buscaba calmar lo inevitable. Ella no se movió al principio. Siguió con la vista fija en el paisaje, como si no lo hubiera escuchado, aunque su corazón ya palpitaba con fuerza, y el alfa podía escucharlo.
—Llegaste tarde —susurró al fin, sin a