El viento cargado de smog azotó el rostro de Erick al salir del hospital. Apretó el vendaje bajo su camisa negra, sintiendo la cicatriz que le cruzaba el costado como un recordatorio de fuego. Antonio esperaba junto a la Range Rover, hablando por el teléfono con voz tensa.
—Nada —masculló al colgar—. Los Halcones rastrearon hasta Tumbes, pero Sandoval desapareció.
Erick asintió, mirando el edificio de Sandoval Industries que se alzaba en el horizonte. En el piso 42, sabía que Catalina estaría firmando documentos, reorganizando equipos, luchando por limpiar el legado de su padre.
—Ella sigue en la oficina, ¿verdad? —preguntó, subiendo al auto con cierta dificultad.
Antonio arrancó con un gruñido del motor mientras asentía con la cabeza.
—Desde las 6 a.m. Dice que hoy es crucial por la junta con los coreanos… Y que luego está vuestra maldita fiesta.
Erick sonrió, aunque el dolor lo hizo contener un gemido. Dos semanas atrás, Catalina había aceptado su propuesta con lágrimas y ca