Las puertas automáticas se abrieron de golpe, vomitando el sonido de sirenas y gritos de enfermeras. Los médicos corrieron junto a la camilla donde yacía Erick, su camisa blanca convertida en un trapo carmesí. Catalina seguía agarrada a su mano, ignorando las órdenes de «¡Familiares afuera!», hasta que Antonio la jaló con fuerza, aún así, ella se resistía.
—¡No me separaré de él! —gritó ella, forcejeando, las uñas clavándose en el brazo de Antonio—. Quiero estar con Erick...
—¡Cat, déjalos trabajar! ¡Él ahora está inconsciente y no ayudas con esta actitud!—rugió él, sujetándola por los hombros. Su voz se quebró—. Si lo amas, suéltalo. Los médicos necesitan trabajar...
Catalina se derrumbó contra la pared, las rodillas golpeando el suelo frío. Observó cómo el equipo médico rodeaba a Erick, cómo le cortaban la ropa, cómo las máquinas pitaban en un lenguaje críptico. Antonio se arrodilló a su lado, temblando, y le envolvió los hombros con su chaqueta de cuero.
—Lo siento… —murmuró, la