Erick Montenegro, siempre se caracterizó por ser un hombre que tenía todo bajo control y ahora, aquí, frente a Catalina Salgado, había perdido esa capacidad. Era mucho más sencillo lidiar con empresarios ambiciosos que con una mujer desilusionada. ¿Como podía hacerle entender que todo lo hacía por ella?
Apenas cruzó la puerta de la oficina, Erick Montenegro obedeció a sus instintos una vez más, tomó a Catalina de la cintura impidiéndole marcharse. Ella protestó, pataleó, pero después de unos segundos se tranquilizó.
Ella, buscando una manera de dejar en claro la distancia entre ambos, decidió devolverle el ungüento y el pañuelo. Sabía que estaba actuando de una manera infantil, pero honestamente, poco le importaba. El silencio en la oficina era denso, roto solo por el roce de la tela del pañuelo entre los dedos de Catalina. Lo dejó caer sobre la mesa junto al frasco de ungüento, evitando la mirada de Erick.
—Esto ya no es necesario —murmuró, avanzando hacia la puerta. Sus pasos eran