Los días siguientes, Catalina se volvió una observadora silenciosa de cada gesto, cada mirada, cada suspiro contenido por parte del guardaespaldas. Antonio Sepúlveda, con su impecable traje negro, con su personalidad avasalladora, pero a pesar de eso llevaba el dolor grabado en los ojos.
Catalina notaba en cómo preparaba el café de Erick: dos cucharadas exactas de azúcar, revolviendo lentamente hasta que el líquido quedaba perfectamente para el consumo de su jefe. Antonio se esmeraba demasiado, buscando aprobación, buscando ser visto.
También lo veía en la rigidez de sus hombros cuando Erick se acercaba a ella, fingiendo preguntar cualquier estupidez con tal de sacarle tema de conversación, podía ver cómo los ojos de Antonio se nublaban tras las gafas. Y lo sentía en el modo en que, tras cerrar la puerta de la oficina, sus pasos se demoraban un segundo de más, como si esperara ser llamado de vuelta.
—¿Necesitas algo más, Erick? —preguntó Antonio una tarde, mientras Erick revisaba co