El Niño
No he nacido.
Pero estoy aquí.
Floto en un espacio que no tiene forma definida y, sin embargo, siento sus contornos, como si la misma ausencia de estructura se convirtiera en un envoltura, una membrana invisible que me contiene mientras me deja la sensación de que podría, si quisiera, extenderme más allá, deslizarme en otros espacios que respiran justo al lado, y cuyas fronteras vibran como velas bajo un viento lento y regular.
No hay techo ni suelo, y sin embargo hay paredes. No son paredes de piedra o de materia, sino paredes de aliento, de un aliento vasto y antiguo, que se compasa con mi respiración, que a veces se acomoda a ella y, a veces, se impone a mí para enseñarme otro ritmo, como si este aliento ya buscara educarme en un compás que aún no me pertenece pero del cual formaré parte.
El Reino ya me conoce. Yo no lo conozco, pero me llama por mi nombre, un nombre que aún no he escuchado y que, sin embargo, reconozco, como una nota ya grabada en la carne antes de que el