Alina
Despierto con la extraña sensación, casi inquietante en su dulzura, de ser observada desde hace horas no por una presencia hostil, ni por una conciencia familiar, sino por algo que ha elegido permanecer inmóvil, paciente, agazapado justo detrás del velo cambiante de los sueños, en esa zona suspendida donde ya no se sabe muy bien si se sigue durmiendo o si ya se ha regresado al mundo.
Mi primer gesto es instintivo, inmediato: coloco una mano sobre mi vientre. El calor que emana no es solo mío, tiene una densidad inusual, casi líquida, como si, bajo mis dedos, aún circulase una frase inconclusa, una conversación silenciosa comenzada en otro lugar y que, obstinadamente, continúa desarrollándose en un lugar que no es ni aquí, ni ahora, sino un poco más allá, justo fuera del alcance de mi conciencia.
A mi izquierda, Damon aún duerme. Su rostro está vuelto hacia la luz pálida que comienza a abrirse camino a través de la cortina. Su respiración, lenta y regular, dibuja un ritmo que me