La sala donde los tenían retenidos no era otra cosa que un refugio de sombras y silencios. Las paredes eran de concreto grisáceo, sin una sola ventana que permitiera adivinar si afuera era de día o de noche. Un zumbido eléctrico persistente se colaba desde una lámpara halógena que colgaba del techo, iluminando con luz blanca y fría solo el centro de la habitación. Allí estaba él: el hombre de mediana edad, encadenado a una silla de acero oxidado. Su rostro, normalmente endurecido por la vida y la culpa, comenzaba a mostrar fisuras de cansancio. Pero aún no cedía.
La puerta metálica chirrió al abrirse. Del otro lado apareció Juliana, arrastrada por dos hombres uniformados. Su rostro tenía restos de lágrimas, su cabello estaba revuelto y los ojos brillaban de angustia al ver a su padre, golpeado, con el rostro hinchado, los labios partidos y la camisa sucia de sudor y sangre seca.
—¡Papá! —gritó Juliana, rompiendo en sollozos mientras trataba de acercarse.
El hombre alzó la cabeza con e