La sala donde lo tenían detenido era amplia, pero lúgubre. Las paredes de concreto descascarado estaban manchadas de humedad y sangre seca, y el leve zumbido de una lámpara vieja oscilando desde el techo daba una atmósfera aún más densa al lugar. El aire olía a encierro, a desesperación contenida y a miedo disimulado.
José Manuel permanecía de pie con los brazos cruzados, mirando fijamente al hombre que yacía frente a él, esposado a una silla de hierro oxidado. Tenía los labios partidos, el rostro magullado y una expresión serena que rayaba en la provocación. Había resistido horas de golpes, empujones, privación de sueño. Nada lo quebraba. Ni siquiera el dolor físico parecía afectarlo. Era fuerte, pero sobre todo, mentalmente inquebrantable.
Daniel, con las mangas arremangadas y una sonrisa torcida, observaba desde una esquina mientras limpiaba un cuchillo con un trapo sucio.
—¿Ves lo que te digo, jefe? —dijo con voz calmada, casi burlona—. Este tipo... disfruta esto. No siente el dol