La atmósfera estaba cargada. El aire se sentía denso, y aunque el sol ya se ocultaba tras las montañas, dentro de aquella sala, la oscuridad no provenía de la falta de luz, sino de las verdades que estaban a punto de salir a flote.
El hombre estaba cubierto de sudor, la camisa desgarrada, los labios partidos por los golpes y los ojos enrojecidos de tanto mirar la puerta por donde segundos antes se habían llevado a su hija. Sus manos temblaban, no por el dolor físico, sino por la impotencia, por la culpa, por la imagen de Juliana suplicando que no le hicieran daño a él. Esa escena no se borraría jamás de su memoria.
José Manuel permanecía de pie frente a él, con los brazos cruzados, la mirada dura como el acero. Detrás de él, Daniel caminaba de un lado al otro con una impaciencia contenida que hacía crujir el suelo con sus pasos.
—Ya fue suficiente —dijo Daniel, acercándose—. No queremos más juegos. No te voy a preguntar otra vez… ¿quién te contrató?
El hombre tragó saliva. Su garganta