Las horas no habían pasado en vano. El ambiente en la sala subterránea donde mantenían al sospechoso encerrado comenzaba a oler a encierro, a desesperación, a tiempo podrido. No era la primera vez que José Manuel se encontraba en un lugar así, pero jamás había sentido tanta impotencia ante el mutismo de un hombre que, sin abrir la boca, estaba retando su autoridad.
Aquel lugar no era su oficina, ni el sitio elegante desde donde tomaba decisiones empresariales con whisky en mano y trajes de diseñador. Esta era una especie de sótano improvisado, bajo una bodega abandonada en las afueras de la ciudad, a una hora del centro, escondida entre árboles secos y caminos de tierra apenas trazados. El lugar olía a humedad y metal oxidado. Las paredes de concreto sin pintar estaban cubiertas de manchas oscuras, y un solo bombillo colgaba del techo con una cuerda pelada, parpadeando a intervalos como si también estuviera a punto de colapsar.
En el centro, atado de pies y manos a una silla metálica