La luz de la mañana se colaba entre las cortinas de la habitación, dibujando sombras suaves sobre las sábanas blancas. Había un silencio distinto, uno que ya no pesaba, que no dolía, que no estaba hecho de incertidumbre… sino de calma. Afuera, el viento rozaba las hojas con suavidad, como si no quisiera perturbar la quietud sagrada de ese instante.
Eliana seguía sentada junto a la cama, donde había permanecido toda la noche, incluso después de saber que María José ya había abierto los ojos horas atrás y había conversado brevemente con Isaac. Aun así, no había podido dormir. Algo en su pecho le impedía apartarse, como si necesitara ver con sus propios ojos que ella seguía respirando, que seguía aquí, con vida.
María José estaba recostada, con los ojos abiertos, observando el vaivén leve de las sombras en el techo. Cuando sintió que Eliana la miraba, giró el rostro lentamente hacia ella y esbozó una sonrisa cansada, casi imperceptible, pero real.
—No dormiste nada, ¿verdad? —preguntó co