La habitación blanca de la clínica estaba envuelta en un silencio espeso, interrumpido solo por el leve zumbido de los aparatos médicos y la respiración suave de María José, que aún no despertaba del todo. Isaac, sentado a su lado, no le quitaba los ojos de encima. Sus manos grandes y cálidas sostenían las de ella con una delicadeza que contrastaba con su apariencia fuerte. En su pecho, el miedo latía con fuerza; temía que ella no abriera los ojos, que no le sonriera otra vez, que no le dijera que todo estaba bien aunque no lo estuviera. Pero entonces, como si el universo le concediera un respiro, los párpados de María José temblaron levemente, y un suspiro tembloroso escapó de sus labios.
—Isaac... —murmuró con voz débil, como un susurro entre sombras.
Él se inclinó hacia ella de inmediato, con los ojos vidriosos por la emoción contenida—. Aquí estoy, amor... estoy aquí contigo, no te preocupes.
Ella intentó incorporarse, pero un leve mareo la hizo cerrar los ojos nuevamente. Isaac l