El cielo ya se pintaba de tonos dorados y azul profundo cuando José Manuel miró el reloj por quinta vez. El sol comenzaba a esconderse tras las copas de los árboles del jardín de Eliana, y la brisa suave del atardecer se colaba por las ventanas abiertas, trayendo consigo el olor a pasto húmedo y galletas recién horneadas.
Samuel estaba tirado boca abajo sobre la alfombra de la sala, coloreando un dragón verde con alas rojas. A su lado, Eliana doblaba una manta con cuidado, mientras José Manuel se levantaba lentamente del sofá, estirando los brazos.
—Bueno, campeón —dijo él con voz suave, acercándose—. Ya es hora de irnos. Mañana hay colegio, ¿recuerdas?
Samuel alzó la mirada con los ojos bien abiertos, la boca ligeramente fruncida.
—¿Ya?
—Ya, mi amor —respondió Eliana desde el otro lado de la sala, deteniéndose para mirarlo—. Ya es tarde.
Samuel dejó el crayón sobre el papel con resignación. Se incorporó despacio, mirando a José Manuel como si acabara de traicionarlo.
—Pero… ¿y si dor