Eliana sostenía la tarjeta entre sus dedos con la delicadeza de quien acaricia un recuerdo. Las palabras escritas con letras desordenadas, los dibujos de corazones mal trazados y la frase final: “No estés triste, yo puedo hacerte feliz”, le atravesaron el alma como una oleada tibia… y dolorosa a la vez.
Sus ojos se nublaron. Por más que trató de contener las lágrimas, una rodó silenciosa por su mejilla. Eliana no sabía cómo explicarlo, pero ese pequeño gesto había tocado justo donde aún dolía: en esa parte de su corazón que creía ya endurecida.
Samuel la miraba con atención. No era ajeno a las emociones, y mucho menos a las de Eliana. La conocía, incluso en su silencio. Se acercó despacio, sin decir nada al principio, y luego, con su vocecita firme y llena de ternura, habló:
—No estés triste, por favor. —Se subió a la silla junto a ella—. Si quieres, yo te puedo hacer feliz… Bueno, yo y papá. —Sonrió con inocencia—. Podemos los dos.
Eliana lo miró, tocada por la dulzura de sus palabra