El amanecer llegó sin permiso, filtrando sus primeros rayos de sol por las persianas entreabiertas. Eliana llevaba horas despierta. Había pasado gran parte de la noche sentada al borde de la cama, mirando fijamente al suelo, con los pies descalzos y los pensamientos alborotados.
La casa estaba silenciosa, como si respetara su duelo interno. Ese silencio se había vuelto demasiado familiar desde que Samuel y José Manuel se marcharon. Ya no estaban los pasos torpes del niño en la mañana, ni el aroma del desayuno improvisado, ni la risa tibia que llenaba la sala. Todo eso se había ido… y en su lugar, solo quedaba un eco doloroso.
Pero ese día, algo era diferente.
Se levantó con lentitud, sintiendo cada músculo que aún cargaba con el peso del desamor, de la traición, del abandono. Caminó hasta el espejo del baño. Sus ojos tenían un brillo extraño. No era tristeza. Era fuego. Era determinación.
—No puedo seguir así —susurró al reflejo—. Esta no soy yo.
Eliana Álvarez no era una mujer vencid