El reloj marcaba las 6:47 de la tarde, pero para María José, el tiempo no tenía sentido. Los minutos se amontonaban uno tras otro, formando una especie de pared invisible que le impedía respirar con normalidad. Habían pasado dos días desde que dejó la muestra de ADN en el laboratorio, y aunque sabía que el resultado no podía llegar tan pronto… su alma no encontraba paz.
Afuera, el cielo estaba cubierto de tonos dorados y lavanda, el tipo de atardecer que suele calmar incluso a las almas más agitadas. Pero no a ella.
Estaba sentada en el pequeño estudio de la casa de Isaac, frente al computador apagado, con los codos sobre la mesa y las manos enlazadas bajo la barbilla. Gabriel dormía en la habitación contigua, y el silencio del apartamento era tan absoluto que podía oír los latidos desbocados de su corazón.
Se levantó, caminó en círculos, fue hasta la cocina, volvió. Miró el celular. Nada. Ni un mensaje. Ni una notificación.
Un nudo se le formó en la garganta, de esos que parecen hech