María José, aún con el sobre escondido en su bolso, fingía calma, pero sus ojos seguían a Eliana como si quisiera memorizarla en cada detalle.
Gabriel, como siempre, fue el primero en hablar mientras comía las galletas de avena y chocolate.
—¿Hoy vamos al jardín bonito?
—Hoy sí, campeón —le sonrió María José—. Vamos a buscar el mejor para ti.
Eliana le guiñó un ojo al pequeño y le revolvió el cabello.
—Uno con columpios altísimos, una cocina de juguete gigante y maestras con voz de canciones —prometió con tono divertido.
Gabriel levantó su puño en el aire, emocionado.
—¡Sí!
Minutos después, iban caminando las tres calles en dirección al barrio residencial donde quedaban varios jardines infantiles privados. El sol se filtraba entre las hojas de los árboles, y a pesar del calor, la brisa era suave.
—Me da un poco de miedo —confesó María José mientras empujaba el cochecito de Gabriel—. Todo esto es nuevo para mí. Criar a un niño, pensar en jardines, en estabilidad. En Nueva York todo era