La lluvia golpeaba suavemente los ventanales de la clínica, pintando de gris la mañana. Isaac estaba junto a la cama, apoyado en el borde de una silla que se le había vuelto demasiado familiar. Llevaba días allí, observando cada pequeño gesto, cada movimiento de María José, acompañándola sin falta desde el accidente.
Ella estaba despierta. Lúcida. Pero su cuerpo aún era frágil, y su mente... su mente parecía caminar por senderos de cristal.
María José tenía los ojos puestos en el techo blanco. Su respiración era lenta, como si cada aliento pesara más de lo que su pecho podía soportar. No hablaba mucho. Y cuando lo hacía, su voz sonaba lejana, como si una parte de ella aún estuviera atrapada en algún lugar entre el recuerdo y la pérdida.
Isaac no quería presionarla. Solo estaba ahí, firme, constante, como el ancla que ella había sido para él durante tanto tiempo.
—¿Dormiste bien? —preguntó con suavidad, rompiendo el silencio que se estiraba entre ambos.
María José giró apenas el rostro