El sol de la mañana filtraba una luz tibia por las ventanas del apartamento, cuando María José le ajustó el gorrito a Gabriel y tomó su mano con suavidad.
—¿Vamos a visitar a la tía Eliana? —preguntó el niño con ojos brillantes.
—Sí, amor. Creo que le gustará vernos.
—¿Va a estar Samuel? —inquirió con inocencia.
María José tragó saliva. No quería adelantarle la tristeza, ni tampoco mentirle.
—No lo sé, Gabo. Pero seguro que ella tiene cosas lindas para jugar.
El niño asintió, satisfecho con esa promesa abierta, y juntos cruzaron la calle hasta la casa de Eliana. María José sentía el corazón extraño. Un nudo de emociones se le enredaba en el estómago, como si su alma supiera que no era una simple visita. Había algo más.
Tocó la puerta. Un par de segundos después, Eliana abrió con una expresión sorprendida y genuinamente feliz. Sus ojos se iluminaron, como si una ráfaga de luz los atravesara por dentro.
—¡Gabriel! ¡María José! —exclamó, agachándose para abrazar al pequeño con fuerza—. N