La noche lo envolvía todo. Las luces de la ciudad titilaban a lo lejos, como si el mundo respirara a través de ellas. Dentro del apartamento, reinaba una calma tibia. Gabriel dormía profundamente en su habitación, abrazado a su peluche favorito, mientras Isaac leía un libro en la sala, con la televisión apagada y una lámpara tenue encendida. El silencio era reconfortante, pero en la habitación de María José, algo se gestaba entre los pliegues del sueño.
Con los párpados suavemente cerrados y el pecho subiendo y bajando con tranquilidad, su cuerpo parecía en paz. Pero dentro de su mente, un recuerdo antiguo disfrazado de sueño comenzaba a tomar forma.
Corría.
Sentía el viento fresco golpear su rostro, revolver su cabello. El suelo bajo sus pies era suave, cubierto de hierba húmeda, y todo a su alrededor era un mar amarillo que danzaba al ritmo del viento: girasoles. Altos, firmes, llenos de vida. El sol se colaba entre sus hojas, creando destellos dorados en su piel.
Corría sin miedo.