Oscuridad.
Eso fue lo primero que sintió María José. Un abismo denso, sin forma, sin fin. No había colores. No había sonidos. Solo la ausencia total de todo lo que alguna vez conoció.
Y luego… algo. Un murmullo lejano. Como el eco de una voz amada rebotando en un túnel eterno. Un calor apenas perceptible, como una caricia olvidada en la piel. Un susurro.
—Hola, mi amor… estoy aquí.
Isaac.
La voz la atravesó como una corriente eléctrica. Y con ella, llegaron destellos. Fragmentos. Imágenes sueltas de otra vida.
Gabriel corriendo por el jardín, su risa estallando como campanas. La cocina con olor a pan tostado y café. Los brazos de Isaac rodeándola alguna madrugada, cuando creía que él dormía. La lluvia cayendo en el techo mientras bailaban sin música. Su sonrisa torpe. Sus silencios cobardes. Su mirada temblorosa al verla llorar. Todo eso… era vida.
Pero allí, en ese espacio suspendido donde el tiempo no existe, todo parecía lejano. Como si la estuviera viendo desde detrás de un vidrio