Punto de vista: Rocío
Estoy lista. Mi madre me compró un vestido sencillo, pero hermoso. Aunque soy bajita —mido 1.60 y peso alrededor de 53 kilos—, mi hermano siempre bromea diciendo que todo lo llevo “en la delantera”.
—Ja, ja, ja… —me río sola. Hoy no me ha llamado, pero tal vez es porque aquí no tenemos señal. Me encantaría que estuviera aquí.
Mis padres, con tanto cariño, me van a causar diabetes.
—¡Dios mío, qué empalagosos! —les digo mientras los veo abrazados, besándose sin pudor.
Nos dirigimos al bosque. Allí me encuentro con mi mejor amiga, Sofía. Siempre está para mí. Es la nieta de mi jefe y los fines de semana trabajamos juntas.
Ambas estamos enamoradas de los “chicos guapos” que están en Australia. Tan simpáticos y... uff, ¡guapísimos!
—Ay, Dios, amiga, ¡te amo! —le digo entre risas.
Nos abrazamos y reímos. Mi madre me llama, apurándome.
—Me muero por conocer a tu lobo. Ya quiero que sea mi cumpleaños para que podamos correr juntas en forma de lobas.
—Yo también lo deseo, Sofi —le respondo, abrazándola fuerte. Mis padres nos observan de lejos, tomados de la mano.
—Oye, Rocío… quiero un mate como tu papá —me dice de repente, con una risita traviesa.
—¿Qué? ¿Cómo que como mi papá? —pregunto, entre sorprendida y confundida.
—¡Claro! Quédate con alguien que te mire como él mira a tu mamá. ¡Es hermoso! —se ríe Sofía.
Y tiene razón. Mis padres… su amor es tan palpable que parece un lazo invisible entre ellos.
—Y pensar que mi papá rechazó a mi mamá y se fue a otra manada… Pero gracias a mis abuelos, mi mamá siguió adelante. Y aquí estoy, con ellos. ¡Qué suerte la mía! —dice Sofia, con una sombra de tristeza en la voz.
—Suerte, amiga. Te quiero mucho —me dice antes de marcharse.
—Yo también, Sofía. Gracias por todo. Nos vemos pronto.
Nunca había escuchado a Sofía hablar de su familia así. Y hoy, por alguna razón, no puedo evitar fijarme en lo mucho que se aman mis padres.
Finalmente llegamos al bosque.
No sé si lo mencioné, pero tengo el cabello castaño claro, largo hasta la cintura. La mayoría de las mujeres lo llevamos así porque, al transformarnos, la ropa se rompe y quedamos desnudas. El cabello ayuda a cubrirnos. Con el tiempo, cuando una ya se acostumbra, muchas optan por cortarlo.
Estoy nerviosa. Mi madre me pide que me ubique bajo la luz de la luna, para que mi lobo pueda surgir. Me paro firme… pero la luna aún no aparece.
Mis padres se miran entre sí y me piden que me relaje. Espero.
“No me transformé”.
“No tengo lobo”.
“No tendré mate”.
Comienzo a hiperventilar. Las lágrimas brotan, incontrolables.
—Todo va a estar bien, Rocío… —susurra, pero su voz tiembla.
—No… no va a estar bien… —balbuceo, rota por dentro.
Mi padre se acerca y nos envuelve a ambas en un abrazo. Nos sentamos en el lugar donde se suponía que celebraríamos con un pícnic.
Entre sollozos, le pregunto a mi madre:
—¿Hice algo mal? ¿Enojé a la Diosa Selene? ¿Por qué no me bendijo? ¿Por qué no me quiere?
—¿¡Por qué?! —grito entre lágrimas—. ¿Por qué me pasa esto a mí?
—No digas eso, Rocío… —intenta consolarme mi madre, pero ni ella cree en sus palabras.
Mi padre me abraza más fuerte.
Quiero desaparecer. Dormir.
Grito mientras lloro… hasta que finalmente lo consigo.
Despierto en mi cama.
Es sábado. Al menos no tengo que enfrentar a nadie en el instituto hoy.
Me queda solo este último año, pero ¿para qué seguir?
A las mujeres no se nos exige entrenar para luchar, pero siempre quise aprender a defenderme.
No sé cómo voy a contarle esto a mi hermano… ni a Sofía.
Y después de haber odiado tanto el amor que se profesan mis padres… ahora me doy cuenta de que jamás tendré algo así.
Y este dolor…
Este dolor nunca terminará.