La bruma se espesaba en los pasillos superiores del Castillo de Hojas. El eclipse artificial, convocado por Selene, giraba lentamente sobre la cúpula del salón central como un ojo celeste observándolo todo. Las raíces que colgaban del techo vibraban como cuerdas de un instrumento afinándose para la tragedia. En lo alto de la torre mayor, Selene caminaba en círculos. Su capa negra, tejida con hilos de sombra y plumas de cuervo, arrastraba un leve silbido cada vez que se movía. Estaba sola, pero no en silencio. Las voces antiguas la rodeaban. Espíritus de hechiceras caídas, de amantes vengativas, de madres sin hijas, todas susurrando al unísono:
—¡Hoy se cumple tu deseo! ¡Hoy se rompe la luna!
Selene cerró los ojos y alzó las manos. Frente a ella, un espejo de obsidiana mostraba el cuerpo inconsciente de Ulva, tendida en el suelo del laberinto. A su lado, Kaelion intentaba estabilizarla, ignorando que ya era demasiado tarde. La herida no era física. Era espiritual.
—Se desmorona desde d