El castillo del norte emerge entre la niebla como un monstruo dormido. Sus torres recortan el cielo gris, y las murallas respiraban un silencio tan pesado que ni los pájaros se atrevían a sobrevolarlo. Allí, entre la raíz de la torre más antigua, una losa de piedra esperaba. Lúgubre, sellada por siglos, hasta ahora. Ulva se agachó frente a la entrada oculta. La marca en su palma comenzó a arder.
—Aquí es —susurró.
Karsen sacó una pequeña piedra envuelta en tela. Al desenrollarla, reveló una runa tallada en obsidiana. Fenrir permanecía de pie detrás de ellos, cubriendo la retaguardia con los sentidos aguzados.
—¿Estás segura? —preguntó Karsen.
Ulva asintió. Con decisión, apretó su palma sangrante contra la piedra. La runa brilló al unísono. Un leve crujido resonó bajo tierra.
La losa comenzó a moverse.
Un susurro de aire viciado emergió del interior, arrastrando con él el olor a magia vieja… y a muerte.
Fenrir arrugó la nariz.
—Hermoso lugar. ¿Podemos entrar ya? ─Ulva le lanzó una mira