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El taxista frenó bruscamente frente al rascacielos de cristal donde lucía, en letras plateadas y minimalistas, el logotipo de Vanguard Media.
Lucía Montero apretó su portafolio contra el pecho, como si eso pudiera calmar los latidos desbocados de su corazón. —¡No me lo creo! Valeria, te voy a matar. Su mejor amiga le había asegurado que la "empresa familiar" donde trabajaría era un modesto estudio creativo. No la megaagencia publicitaria más prestigiosa de Barcelona. Y mucho menos esa empresa. El ascensor la depositó en el piso 21. Al salir, una recepcionista con gafas de montura dorada la interceptó con una sonrisa profesional: —¿Señorita Montero? El señor Rojas la espera en su despacho. Al final del pasillo a la derecha. Al abrir la pesada puerta de roble, el aire se le atascó en los pulmones. Tras un escritorio de mármol blanco, con los pies apoyados descaradamente sobre él y un contrato en las manos, estaba Damián Rojas. El hombre que había conocido —y desdeñado con toda la altivez de sus veintidós años— en la fiesta de Navidad de la familia Valdés. —Ah. Tú —dijo él, arqueando una ceja perfectamente delineada, sin apartar la vista del documento—. Mi hermana insistió en que eras "perfecta para el puesto". Aunque dudo que se refiriera a tus habilidades profesionales. Lucía sintió que llamas de indignación —y algo más, algo traicionero— le subían por el cuello. Damián llevaba un traje negro que acentuaba sus hombros anchos y una corbata roja desanudada. Su pelo castaño oscuro, ligeramente ondulado, caía sobre la frente como si acabara de salir de la ducha. O de la cama de alguien. —Si su hermana omitió que yo era la candidata —respondió, cruzando los brazos con determinación, aunque sus nudillos estaban blancos—, supongo que también omitió que usted es un imbécil. Damián soltó una carcajada seca, gutural, y se levantó con la elegancia de un depredador. Con cada paso que lo acercaba, Lucía notaba detalles que odiaba admirar: las venas marcadas en sus manos fuertes, la sombra de barba que delineaba su mandíbula cuadrada, ese aroma a bergamota y tabaco caro que ahora invadía su espacio personal. —Mira, Montero —dijo, deteniéndose a solo un palmo de distancia, lo suficiente para que tuviera que inclinar la cabeza hacia atrás para sostener su mirada—. Firmarás este contrato de prácticas por un año. Cumplirás con todo lo que yo exija. Y si sobrevives, quizá te recomiende en otra empresa. ¿Queda claro? —Cristalino —Lucía arrebató el contrato de sus manos, rozando sus dedos deliberadamente en un gesto de desafío—. Pero una cosa, jefecito: no pienso ser su esclava. —Ya lo eres —sonrió, mostrando unos dientes demasiado perfectos, casi felinos—. Desde el momento en que cruzaste esa puerta. --- Lucía pasó el resto del día en un cubículo minúsculo junto a la cocina, revisando archivos que olían a café rancio y polvo. Cada media hora, la voz grave y autoritaria de Damián retumbaba por los altavoces del teléfono: —¡Montero! ¡Mi café! Negro, sin azúcar. —¡Montero!¡Estos informes están mal! ¡Vuelve a hacerlos! —¡Montero!¡La reunión con los italianos es en cinco minutos! ¿O quieres que los reciba yo? A la sexta llamada, Adrián —un diseñador con gafas de pasta y una sonrisa fácil— se asomó por la entrada del cubículo con un croissant envuelto en una servilleta. —No lo tomes personal —dijo, ofreciéndole el pan—. Rojas solo trata así a la gente que le importa. Lucía lo miró, desconcertada, aceptando el gesto. —¿Y eso cómo se come? —preguntó, mordiendo el pan con rabia acumulada. —Pregúntale a su ex-asistente —respondió Adrián, bajando la voz—. La que ahora está en la cárcel por robarle. Lucía tosió, atragantándose con las migas. —¿Es una broma de mal gusto? Adrián negó con la cabeza, su sonrisa desapareciendo por completo. —Damián la acusó de filtrar campañas enteras a la competencia. Dicen que la destruyó legal, social y profesionalmente con solo una llamada. Tienes cuidado, Lucía. No es un jefe cualquiera. --- Al caer la noche, cuando el edificio ya estaba en silencio y vacío, Lucía llamó a Valeria desde el baño de mujeres, apoyando la frente contra la fría puerta del cubículo. —¡Me tendiste una trampa! —susurró furiosa—. ¿Por qué no me dijiste que tu hermano era el Dueño y Director Ejecutivo de Vanguard? —Porque no habrías aceptado ni en un millón de años —respondió Valeria, su voz demasiado tranquila al otro lado de la línea—. Pero necesitabas este trabajo en tu currículum. Y él... necesita a alguien como tú. —¿Como yo? ¿Una masoquista sin autoestima? —bufó Lucía. —Alguien que no le tema —corrigió Valeria con seriedad—. Alguien que le devuelva el golpe. Confía en mí. El sonido de pasos firmes y medidos en el pasillo de mármol la hizo colgar abruptamente, el corazón en la garganta. Al salir, distraída y acelerada, chocó contra un torso duro como una pared de ladrillo. —Uf. Un par de manos grandes la sostuvieron por los codos antes de que cayera de espaldas. Lucía alzó la vista y se encontró con los ojos color carbón de Damián Rojas, iluminados por la tenue luz del pasillo. —Trabajando horas extras el primer día —murmuró él, sin soltarla, su voz un susurro ronco—. O eres muy dedicada o muy, pero que muy tonta. —Usted eligió contratarme —recordó Lucía, intentando que su voz no temblara, notando, para su horror, cómo sus pulgares se movían casi imperceptiblemente sobre la piel sensible de sus antebrazos. Damián la estudió con esa mirada analítica que parecía verlo todo: su blusa de seda ahora arrugada, sus incómodos zapatos bajos (había aprendido rápido), el tic nervioso en su párpado izquierdo que la delataba. —Mañana a las 8:30 en punto. No soy hombre de esperar —dijo por fin, soltándola tan bruscamente como la había sujetado, dándole la espalda para alejarse por el pasillo. La puerta del ascensor se cerró tras él, dejándola sola en el silencio, con la piel aún caliente donde sus manos habían estado y la certeza de que había metido la pata hasta el fondo.






