Tras asumir el papel del imperio empresarial de su padre, Dominic Anderson se obsesionó con encontrar a la secretaria perfecta. No buscaba solo eficiencia o puntualidad, exigía precisión quirúrgica, lealtad inquebrantable y una mente capaz de anticiparse a sus pensamientos. Una tras otra, las candidatas fallaban. Ninguna lograba encajar en el molde de perfección que él había forjado. Hasta que llegó ella. Pequeña, serena, con una mirada que parecía medir cada rincón de la sala. Paula Jones no solo superó las pruebas... las rediseñó a su favor. En cuestión de días se convirtió en indispensable. Silenciosa, eficaz, impecable. —Soy Paula Jones, la secretaria del señor Anderson. Pero Dominic aún no lo sabe: no fue él quien la eligió. Fue ella quien se dejó encontrar. Y su verdadero informe apenas comienza.
Leer másDominic
El estrés me carcomía mientras observaba, en silencio, los ventanales de mi oficina. Desde allí, la ciudad se extendía como un tablero de ajedrez: ordenada, brillante… engañosamente tranquila. Estaba por cumplirse el cuarto aniversario desde que mi padre me dejó al mando de la compañía. Un legado global, con tentáculos en los rincones más remotos del mundo. Elevarla hasta la cima no fue una hazaña sencilla. Me costó energía, salud, y en más de una ocasión, las ganas de seguir respirando. El personal que heredé era un desastre: incompetente, desorganizado, y peor aún, conformista. Ahora, sin embargo, mi mayor preocupación era otra: encontrar una secretaria. No una asistente cualquiera, sino una que pudiera aligerar el peso de mi agenda sin convertirse en otra carga. El problema era simple y desesperante: ninguna cumplía con mis estándares. Perfección, eficiencia, discreción, compromiso. ¿Era mucho pedir? Al parecer, sí. Elevar un imperio fue más fácil que encontrar a una secretaria decente. Unos golpes en la puerta me arrancaron de mis pensamientos. Me giré, dejando atrás la vista de la ciudad, y me encontré con el subdirector (mi mano derecha y, desde hace años, mi mejor amigo). Él había estado cubriendo las funciones de la secretaria ausente, y aunque nunca se quejaba, sabía que preferiría estar haciendo cualquier otra cosa que traerme papeles para firmar. —Treinta candidatas en la sala de espera —anunció—. Todas cumplieron con el código de vestimenta. Ni una sola con jeans o escotes ridículos. Asentí, sin mostrar emoción. Treinta. Solo una sería elegida. Cruel, tal vez, pero necesario. Si no podían seguir instrucciones básicas desde el inicio, no tenían nada que hacer aquí. Tenía los expedientes en mis manos. Algunas eran prometedoras. Otras… no entendía ni cómo habían pasado el filtro inicial. Una pérdida de tiempo. —Estoy seguro de que esta vez la encontrarás —dijo él, con una sonrisa que intentaba ser optimista. Lo miré sin cambiar el gesto. —Espero que los dioses escuchen tus palabras. Estoy harto de hablar con chicas que huelen a perfumes baratos y chillan como ratas de alcantarilla. Si tu instinto falla, te despido —dije con tono seco. Su rostro se tensó por un segundo, pero respondió con una sonrisa nerviosa y un asentimiento. Sabía que no hablaba en serio. Si lo hiciera, estaría condenado a no volver a dormir jamás. —Ve y llama a la primera candidata. Cuanto antes empecemos, antes terminará esta tortura. Y así fue como la primera molestia del día entró por la puerta, con el nombre de “Rebeca”. --- Paula Me odiaba y apenas era de mañana. Hoy tenía la entrevista más importante de mi vida: la oportunidad de entrar a la empresa de mis sueños. Pero, por supuesto, el universo decidió que era el momento perfecto para regalarme una gripe infernal. Mi cuerpo ardía, mi voz era un desastre, y mi nariz parecía una fuente inagotable de tragedia. Para colmo, el director de la compañía era conocido por su obsesión con la limpieza y su fobia a los gérmenes. Perfecto. Simplemente perfecto. —¿Por qué a mí? —murmuré entre quejidos, enterrada en una montaña de cobijas y autocompasión—. Hay millones de personas en el mundo, ¿y las desgracias siempre me eligen a mí? Mi celular vibró. Me limpié la nariz con torpeza y contesté, intentando sonar como una persona funcional y no como una víctima de la peste negra. La voz al otro lado de la línea era... celestial. Grave, serena, con un timbre que me erizó la piel. ¿Un ángel? ¿Un espía con voz de locutor? No lo sabía, pero por un momento olvidé que estaba hecha un desastre. —Señorita Jones —dijo la voz—. Llamo de parte de Anderson Company. Notamos que no asistió a su entrevista esta mañana. Tragué saliva. Maldita gripe. —Sí, lo siento mucho. Estoy enferma, y sé que el director es muy estricto con esos temas. No quise faltar al respeto ni poner en riesgo a nadie. Hubo una pausa. Luego, la voz respondió con una calma que me desarmó. —Eso es un problema, señorita Jones. Esta oportunidad no se presenta dos veces. —Lo sé —dije, con un nudo en la garganta—. Pero si existe alguna posibilidad de reprogramarla… lo agradecería. Sé que hay candidatas más saludables, más preparadas, pero por una vez quiero confiar en mí. No los defraudaré. Silencio. Luego: —Lo pensaré. Le avisaremos por correo o llamada. Que se recupere pronto. —Gracias… cof cof… igualmente —respondí, antes de colgar con la dignidad hecha trizas. Me tapé la cara con una almohada. Quería desaparecer. O al menos esconderme bajo tierra como un avestruz con fiebre. Unos gritos desde la entrada del edificio me devolvieron a la realidad. Reconocí la voz antes de verla: mi madre. Energía pura, belleza intacta a sus cincuenta y tantos, y una capacidad casi mágica para aparecer justo cuando más la necesitaba. —¿Cómo supiste que estaba enferma? —pregunté, medio en broma. —Instinto maternal —respondió, entrando con una bolsa de medicinas y una mirada que lo decía todo. Le conté lo ocurrido entre sorbos de té y pañuelos usados. Ella me escuchó con paciencia, como siempre. —No te castigues tanto —dijo, acariciándome el cabello—. Si no es esta empresa, será otra. Tal vez incluso mejor. Asentí, aunque no podía evitar sentirme derrotada. Había puesto todas mis esperanzas en esa entrevista. Y una maldita gripe me lo había arrebatado. —Descansa. Hablaremos de esto cuando te sientas mejor —añadió, colocando un pañuelo húmedo en mi frente. Cerré los ojos. Si de verdad estaba destinada a trabajar allí, el mundo me daría otra oportunidad. Y si no… tendría que encontrar otro sueño. --- Dominic Revisaba los expedientes con el ceño fruncido, cada hoja una decepción más. Las candidatas que había entrevistado ese día no solo eran incompetentes, sino que habían mentido descaradamente en sus currículums. ¿Cómo podían tener tanta audacia y tan poca vergüenza? Eric, mi subdirector y único aliado en esta cruzada, se mantenía en silencio. Sabía que estaba al borde de perder la paciencia. ¿De verdad tendría que conformarme con alguien mediocre solo porque no había otra opción? Entonces, sin decir una palabra, Eric deslizó un nuevo expediente sobre el escritorio. Lo tomé con desconfianza. No recordaba haber entrevistado a esa candidata. —¿Quién es? —pregunté, alzando una ceja. Él solo me miró y sonrió con un gesto enigmático. —Era una de las candidatas —dijo Eric, con cierta duda en la voz—. No pudo asistir por una gripe. Me pidió otra oportunidad. ¿Qué deberíamos hacer? Guardé silencio mientras hojeaba su expediente. El nombre: “Paula Jones”. El currículum era limpio, directo, sin adornos innecesarios. Parecía competente. Tal vez incluso más que eso. Claro, siempre existía la posibilidad de que estuviera mintiendo, como tantas otras. Pero algo en su perfil me hizo detenerme más de lo habitual. —Dile que tiene hasta el lunes para presentarse. Si no lo hace, no habrá entrevista. Eric asintió, visiblemente aliviado, y salió de la oficina con una sonrisa. Yo me quedé mirando el nombre en la carpeta, como si pudiera leer entre líneas. —Paula Jones —murmuré—. Eres mi última esperanza. --- Cuatro días después Paula —¿Estás segura de que te sientes bien? —preguntó mi madre, mirándome con preocupación desde el umbral de mi habitación. Me giré desde el espejo para verla. Su expresión era una mezcla de ternura y duda. —Estoy mejor que nunca —respondí con una sonrisa que intentaba tranquilizarla—. Hoy es mi última oportunidad. No puedo dejarla pasar. Ella suspiró, pero no insistió. Sabía cuánto significaba esto para mí. Minutos después, salí de casa y tomé un taxi rumbo a Anderson Company. El conductor, un hombre amable y conversador, se sorprendió al escuchar mi destino. Le conté, sin pensarlo mucho, que iba a una entrevista. Me felicitó y compartió que su hija también había intentado entrar, pero fue rechazada por mentir en su currículum. Me limité a sonreír. Mentir nunca fue parte de mi plan. Cuando el auto se detuvo frente al edificio, el nerviosismo volvió a instalarse en mi pecho. Pagué, bajé, y me enfrenté a la imponente fachada de cristal y acero. Dos guardias me dejaron pasar tras verificar mi nombre. El interior era aún más impresionante: mármol pulido, arte moderno, y una atmósfera de eficiencia silenciosa. Todo olía a éxito… y a dinero. Me acerqué a la recepción. La mujer detrás del mostrador me recibió con una sonrisa profesional. Tras confirmar mi nombre y hacer una llamada, me indicó que podía subir. El ascensor llegó poco después. Cuando las puertas se abrieron, un hombre alto, de porte impecable y rostro serio, salió sin mirarme. Su perfume era embriagador, su presencia, magnética. Lo saludé con un tímido “Buenos días”, pero no respondió. Solo pasó a mi lado como una sombra elegante. Subí al último piso. El corazón me latía con fuerza, pero mis pasos eran firmes. Frente a mí, una puerta de roble destacaba entre las oficinas. Toqué con suavidad. —Adelante —dijeron desde dentro. Entré, cerré la puerta con cuidado y me giré. El hombre que me esperaba no era el mismo del ascensor. Este tenía una sonrisa cálida y unos ojos que inspiraban confianza. —¿Paula Jones? —preguntó. Asentí con seguridad. —Mi nombre es Eric. Seré quien la entreviste hoy. Así que era él. La voz del teléfono. El hombre amable detrás de la llamada que me devolvió la esperanza. —Aquí dice que habla varios idiomas: inglés americano y británico, francés, portugués, algunos dialectos asiáticos… —comentó, hojeando mi expediente—. También se describe como perfeccionista, rápida, eficaz, seria y comprometida. ¿Tiene paciencia? —Sí —respondí con firmeza. —¿Ha trabajado antes como secretaria? —No —dije sin titubear—. Pero conozco bien las funciones del puesto. Aprendo rápido y me adapto con facilidad. No necesito experiencia para demostrar resultados. Eric sonrió. Sus hoyuelos aparecieron como un guiño del destino. —Eso es todo por ahora, señorita Jones. Le informaremos pronto si ha sido seleccionada. Gracias por venir. —Gracias a ustedes por la oportunidad —respondí, haciendo una leve reverencia antes de salir. Había cumplido. Había hablado con él. Y aunque no sabía si sería suficiente, me sentía satisfecha. --- Eric Me levanté de la silla apenas Paula salió. Crucé los brazos y miré por la ventana, dejando escapar una sonrisa. Ella era la indicada. Lo sabía. —¿Y bien? —preguntó una voz a mis espaldas. Me giré. Dominic estaba allí, como si lo hubiera invocado con el pensamiento. —Ella es la indicada —dije sin dudar. Él me observó en silencio, luego sonrió de lado. Una sonrisa rara en él, pero sincera.DominicLa cena había terminado hacía más de una hora, pero yo seguía en el estudio, con la copa de vino aún en la mano y la mirada fija en la chimenea apagada.No era común que Linsey invitara a empleados a la casa. Mucho menos una secretaria novata, pero ahí estaba ella: Paula Jones. Sentada en nuestra mesa, hablando con James como si lo conociera de toda la vida, respondiendo con naturalidad a cada pregunta, sin titubeos, sin adornos. Demasiado… cómoda.Demasiado perfecta.No era desconfianza lo que sentía. Era algo más sutil. Una inquietud que no sabía nombrar. Desde que llegó a la empresa, Paula había sido impecable, puntual, precisa, discreta. Cumplía con todos y cada uno de los requisitos que yo había estado buscando desde el inicio, pero también había algo en su forma de moverse, de observar, que no encajaba del todo con su expediente.No era solo eficiente. Era estratégica.Y eso, en el mundo de los negocios y la gente rica, era una señal peligrosa, porque a menos que no seas
PaulaMe desperté como cualquier otro día: con el canto de los pájaros, los rayos de sol filtrándose por la cortina y el aroma a café flotando en el aire. Todo era perfecto… hasta que la puerta se abrió y apareció mi jefe, Dominic Anderson, con una bandeja de desayuno en las manos y una sonrisa cálida en el rostro.¿Perdón?¡Pum!—Ouch —me quejé, despertando de golpe tras caerme de la cama. Agradecí el golpe. Me había salvado de una pesadilla.¿Tengo que verlo en el trabajo y en mis sueños? Eso es un infierno. La alarma seguía sonando como si quisiera perforarme el cráneo. La apagué y me arrastré hasta el celular. 4:30 a.m.—Llegar temprano no puede ser tan malo… ¿cierto?Me duché con calma, intentando no pensar en las miradas fulminantes de mi jefe ni en la amenaza constante de cometer un error. Me vestí, me maquillé y salí sin desayunar. Cuando miré el reloj, eran las 6:30. ¿En qué momento se me fue el tiempo?Salí corriendo y tomé un taxi. Para mi sorpresa, era el mismo conducto
Paula El restaurante debía ser perfecto. No romántico. No íntimo. Solo… adecuado. Lo suficientemente elegante como para impresionar, pero lo bastante frío como para no invitar a la ternura. Reservé una mesa en el piso superior de Le Vitraux, un lugar con vistas espectaculares y un menú que hablaba más de estatus que de sabor. Ideal para una conversación incómoda. El regalo fue más difícil. No podía ser demasiado personal, ni demasiado genérico. Opté por una caja de cristal tallado con iniciales grabadas en oro. Costosa, delicada, y vacía por dentro. Una metáfora perfecta. Eric me preguntó si necesitaba ayuda. Le sonreí y dije que no. Lo que no sabía era que ya tenía todo planeado. Incluido quién estaría allí, observando. --- Dominic Llegué a las 6:03 p.m., sin prisa. El lugar era elegante, pero impersonal. Como ella. Mi prometida ya estaba sentada, impecable como siempre. Vestido negro, labios rojos, mirada afilada. Sonrió al verme, pero sus ojos no brillaban. Nunca lo ha
Paula—Buenos días, señorita Paula —dijo la voz al otro lado de la línea.Era esa voz otra vez. Grave, serena, con un timbre que parecía sacado de un sueño del que no quería despertar.—Buenos días —respondí con voz ronca, aún adormilada. Me froté los ojos y me acomodé mejor en la cama, intentando sonar más despierta de lo que estaba.—Llamo para informarle que ha sido seleccionada para el puesto de secretaria del señor Anderson.Me quedé en silencio. Aparté el teléfono de mi oído y miré la pantalla. “Anderson Company” brillaba en letras grandes. El sueño se evaporó de golpe, reemplazado por una mezcla de incredulidad y euforia. Mi garganta se secó. Mi corazón se aceleró.—¿Señorita Paula?—¿Qué? ¡Ah, sí sí! Lo siento… por un momento me quedé en las nubes. Esto se siente como un sueño.Escuché su risa al otro lado de la línea. Era cálida, varonil, y peligrosamente encantadora.—No se preocupe. La comprendo muy bien —dijo, con ese tono formal que me hacía imaginarlo perfectamente vesti
DominicEl estrés me carcomía mientras observaba, en silencio, los ventanales de mi oficina. Desde allí, la ciudad se extendía como un tablero de ajedrez: ordenada, brillante… engañosamente tranquila.Estaba por cumplirse el cuarto aniversario desde que mi padre me dejó al mando de la compañía. Un legado global, con tentáculos en los rincones más remotos del mundo. Elevarla hasta la cima no fue una hazaña sencilla. Me costó energía, salud, y en más de una ocasión, las ganas de seguir respirando. El personal que heredé era un desastre: incompetente, desorganizado, y peor aún, conformista.Ahora, sin embargo, mi mayor preocupación era otra: encontrar una secretaria. No una asistente cualquiera, sino una que pudiera aligerar el peso de mi agenda sin convertirse en otra carga. El problema era simple y desesperante: ninguna cumplía con mis estándares. Perfección, eficiencia, discreción, compromiso. ¿Era mucho pedir? Al parecer, sí. Elevar un imperio fue más fácil que encontrar a una secret
Último capítulo