Paula
El restaurante debía ser perfecto. No romántico. No íntimo. Solo… adecuado. Lo suficientemente elegante como para impresionar, pero lo bastante frío como para no invitar a la ternura. Reservé una mesa en el piso superior de Le Vitraux, un lugar con vistas espectaculares y un menú que hablaba más de estatus que de sabor. Ideal para una conversación incómoda. El regalo fue más difícil. No podía ser demasiado personal, ni demasiado genérico. Opté por una caja de cristal tallado con iniciales grabadas en oro. Costosa, delicada, y vacía por dentro. Una metáfora perfecta. Eric me preguntó si necesitaba ayuda. Le sonreí y dije que no. Lo que no sabía era que ya tenía todo planeado. Incluido quién estaría allí, observando. --- Dominic Llegué a las 6:03 p.m., sin prisa. El lugar era elegante, pero impersonal. Como ella. Mi prometida ya estaba sentada, impecable como siempre. Vestido negro, labios rojos, mirada afilada. Sonrió al verme, pero sus ojos no brillaban. Nunca lo hacían. —Pensé que no vendrías —dijo, cruzando las piernas con elegancia medida. —Pensé lo mismo —respondí, tomando asiento. El camarero nos sirvió vino. Ella lo ignoró. —¿Sabes lo humillante que fue que tu secretaria me dijera que agendara una cena? —¿Y qué esperabas? ¿Que dejara una reunión para atender una llamada tuya? —Esperaba que me recordaras. Que recordaras que estamos comprometidos. —Estamos comprometidos porque nuestros padres lo decidieron. No porque tú y yo lo quisiéramos. Ella apretó los labios. El silencio entre nosotros era tan afilado como los cubiertos de plata sobre la mesa. —¿Y si cancelo la boda? —preguntó, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. —Hazlo —respondí, sin levantar la voz. Por un momento, pareció dolida. Pero se recompuso con rapidez. —Eres un hombre frío, Dominic. No sé cómo alguien puede trabajar contigo. —No necesitan quererme. Solo obedecer. Ella se levantó antes del postre. No dijo adiós. Solo se fue. Yo me quedé allí, mirando la copa de vino que no había tocado. En definitiva había sido una pérdida de tiempo venir aquí. Por un instante, sentí que alguien me observaba. Me giré, pero no vi nada. Solo un camarero que evitó mi mirada al pasar. --- Paula El mensaje llegó a las 7:12 p.m. > “Ella lloró. Él no se inmutó.” Lo leí dos veces. Luego apagué la pantalla. No sonreí. No suspiré. Solo me quedé en silencio, sentada frente a la ventana de mi departamento, con la ciudad extendiéndose como un tablero de ajedrez ante mí. Dominic Anderson no era un hombre fácil de leer. Pero esta noche, había mostrado algo. No empatía. No culpa. Solo… vacío. Y eso, para mí, era información valiosa. A la mañana siguiente las cosas fueron de mal en peor. —¡Es realmente ridículo lo que estás haciendo! ¡Siempre es lo mismo contigo! —gritó la prometida del señor Anderson, su voz resonando por todo el piso como una alarma de incendio. Me asomé ligeramente desde mi escritorio. No sabía su nombre, pero su presencia era imposible de ignorar. Alta, elegante, furiosa. Dominic, en cambio, permanecía impasible, con los brazos cruzados y la mirada fría. —¿Podrías al menos intentar no hacer un escándalo? Estamos en la empresa —dijo él con voz neutra, sin levantar el tono ni un ápice. —¡No! ¡Me decepciona tu forma de ser! ¡Se supone que deberías prestarme atención, no solo a tu maldito trabajo! —Como te dejé en claro anoche, esto es solo un matrimonio por conveniencia. No estoy obligado a fingir interés. —¡Pues sigue pensando así! Quise arreglar las cosas contigo, pero tu ignorancia no es más que un obstáculo en la relación, ¡Consigue a otra que aguante tu estúpido carácter! Y se marchó. Sin despedirse. Sin mirar atrás. Dominic no se movió. Solo se giró lentamente hacia su oficina, como si acabara de cerrar una carpeta más. ¿Cómo había comenzado todo? Simple: ella había subido sin autorización, harta de ser ignorada por su futuro marido. Y él, como siempre, se negó a recibirla, tal como si supiera la razón detrás de todo eso. El resultado fue una escena digna de telenovela… pero sin lágrimas por parte de él. Respiré hondo, tomé unos documentos y entré a su oficina. —Señor, ¿no cree que sería mejor arreglar las cosas con la señorita? —pregunté con suavidad, dejando los papeles sobre su escritorio. —No. Conseguiré otra prometida. —Pero tengo entendido que ella era la más adecuada. Sus padres la estimaban mucho. —Ella debe entender la diferencia entre matrimonio por amor y matrimonio por contrato. —Sí, pero… quizás sería mejor evitar un escándalo. Buscar otra prometida no será fácil. Me miró por encima de sus lentes. —Si te contraté fue porque sabía que no me decepcionarías. Así que deja de preocuparte por tonterías y ponte a buscar candidatas, en lugar de hacerte la sabelotodo. Asentí con los labios apretados y salí de la oficina. Solté un largo suspiro. Últimamente era lo único que hacía para no gritarle que dejara de comportarse como un robot con corbata. El teléfono sonó. Corrí a contestar. —Buenos días, ha llamado a Anderson Company. Le habla Paula Jones. ¿En qué puedo ayudarle? Silencio. Luego, la línea se cortó. Suspiré de nuevo. ¿Ahora también llamadas de broma? Volvió a sonar. Contesté con la mejor actitud posible. —Buenos días, ha llamado a Anderson Company. Le habla Paula Jones. ¿En qué puedo ayudarle? —Amm… me gustaría hablar con mi tío… La voz era suave, tímida… infantil. Me derretí al instante. —¿Hola? —insistió. —¡Oh! Sí, claro. ¿Desea hablar con el señor Anderson? Un momento, por favor. Transferí la llamada con una sonrisa tonta en el rostro. ¿Era el sobrino de Dominic? ¿El niño del que todos hablaban pero nadie conocía? ¡Y yo había hablado con él! Soy fea, pero una fea con suerte. Bwajaja. Minutos después, el teléfono volvió a sonar. —Buenos días, ha llamado a Anderson Company. ¿En qué puedo ayudarle? —Necesito que se encargue de algo por mí —dijo la voz inconfundible de mi jefe. —Por supuesto, señor. ¿Qué necesita? —Quiero que vayas a recoger a mi sobrino. Me congelé. —¿Perdón? —No me gusta repetir las cosas. Hazlo. Y colgó. Mi celular vibró. Un mensaje: la dirección de la escuela. Y una nota: “Ve en mi auto.” ¿Su auto? ¿El BMW negro de edición limitada que cuesta más que mi existencia? La suerte y yo… definitivamente estábamos en una relación seria. Salí disparada hacia el ascensor. Pedí las llaves en recepción. La recepcionista me las entregó con una sonrisa cómplice. —Disfrútalo —dijo. —Créeme, lo haré. Llegué al parqueo y allí estaba: brillante, elegante, intimidante. Me subí, puse la dirección en el GPS y arranqué. Conduje con cuidado, como si llevara una joya sobre ruedas. Al llegar a la escuela, aparqué cerca y caminé hasta la entrada. Una maestra esperaba junto a un niño pequeño. Al verme, me saludó con cortesía. —Buenos días. ¿Puedo ayudarla? —Buenos días. Mi nombre es Paula Jones. Estoy aquí en nombre del señor Anderson. La mujer me miró con atención, evaluando cada palabra. —¿Trae consigo el permiso? Me congelé. ¿Permiso? No, no traía ningún papel. ¿Por qué el señor Anderson no mencionó eso? ¿Cómo se suponía que iba a retirar al niño sin esa bendita hoja? —Lo lamento, no traigo una autorización escrita, pero si desea puedo llamar a mi jefe para que confirme mi identidad. La maestra me observó con una ceja alzada. Luego sonrió, con un gesto que mezclaba resignación y humor. —No hace falta. No creo que sea algún tipo de proxeneta. Solté una risa incómoda. La tensión se disipó un poco cuando vi al niño acercarse. Tenía las mejillas encendidas y los ojos vidriosos. Respiraba con dificultad. Estaba enfermo. Muy enfermo. —James tiene fiebre —dijo la maestra con tono preocupado—. Lo mejor sería llevarlo al hospital para que lo revisen. Asentí y me acuclillé frente a él. A pesar de su malestar, el niño se mantenía alerta, desconfiado. Le ofrecí una sonrisa cálida, intentando que bajara la guardia. Funcionó. Sus hombros se relajaron apenas. —Hola, James. Mi nombre es Paula Jones. Hoy estaré a cargo de ti. —Hola… —susurró. —¿Te duele algo más aparte de la fiebre? Asintió lentamente y se tocó la cabeza. Su expresión era casi impasible, pero en su mirada había un brillo de incomodidad. Era como ver una versión en miniatura de Dominic. Toqué su frente. Ardía. —Vamos al hospital, cariño. No quiero arriesgarme, aunque seas el sobrino de mi jefe. Él asintió sin protestar. Lo cargué con cuidado. Se tensó al principio, pero luego rodeó mi cuello con sus brazos y apoyó la cabeza en mi hombro. Lo aseguré en la silla infantil del BMW, ajustando el cinturón con precisión. Luego subí al asiento del conductor, respiré hondo y partí rumbo al centro médico. Durante el trayecto, lo observé por el retrovisor. Dormía en posiciones imposibles, como solo los niños pueden hacerlo. Aun así, su respiración era pesada. Me preocupaba. Al llegar al hospital, lo cargué de nuevo y entré a toda prisa. —Tiene fiebre muy alta —le dije a la recepcionista. Ella reaccionó de inmediato, guiándome hasta un consultorio. Agradecí y entré. —Bienvenida —dijo el médico—. Tome asiento, por favor. Me senté con James en el regazo. —¿Qué síntomas presenta? —Fiebre y dolor de cabeza. —¿Solo eso? —Hasta donde sé, sí. —Páselo a la camilla, por favor. Lo acosté con cuidado. James abrió los ojos y miró al médico con desconfianza. —Hola, ¿cómo te llamas? —James… —Mucho gusto, James. Soy el doctor Alex. ¿Cuántos años tienes? —Siete. —¿Vives con tus padres? Asintió. En ese momento, la secretaria entró. —Disculpe la intromisión, pero necesito los datos del paciente. ¿Podría acompañarme, señorita? Dudé. No quería dejarlo solo. Pero accedí. Fui rápida. Al volver, escuché parte de la conversación. —¿Ella es tu madre? James negó con la cabeza. —¿Tu tía? ¿Niñera? ¿Hermana? Negó de nuevo. —¿Secuestradora? —No. —¿Entonces quién es? —Es la secretaria de mi tío. —¿Y quién es tu tío? —Dominic Anderson. El médico se tensó. Lo noté al instante. El nombre tenía peso. Y miedo. —He vuelto —anuncié—. ¿Cómo va todo? —Tiene fiebre alta, como sospechábamos. Reposo absoluto, líquidos, nada de lácteos. Paños fríos en la frente. Le recetaré un jarabe y una vacuna para bajarle la fiebre. —Entendido. Gracias, doctor. Lo cargué de nuevo. Recogí la receta, lo llevé a la enfermería y lo acompañé durante la inyección. No se quejó. Ni una lágrima. Igual que su tío. De regreso al auto, lo aseguré en su asiento. Me senté al volante, respiré hondo y noté que las manos me temblaban. El día había sido largo. Y apenas era mediodía. Puse en el GPS la dirección que Dominic me había enviado: la casa de Linsey Anderson. --- Casa de Linsey Anderson —Hola, mi nombre es Paula Jones y… —¿Paula? ¿Eres nueva en la empresa de Domi? —Así es. Soy su secretaria. —Perfecto. Dame un segundo. Los portones se abrieron con un zumbido elegante. Entré al terreno y me quedé sin aliento. El jardín era un paraíso de flores y árboles perfectamente podados. La casa, enorme, de líneas clásicas y detalles rústicos, parecía sacada de una revista de arquitectura. La cochera era más grande que todo mi apartamento. Estacioné, bajé y abrí la puerta trasera para ayudar a James. Linsey me observaba desde la entrada. Su mirada era atenta, pero amable. —Lamento la tardanza. Cuando lo recogí, noté que tenía fiebre. Lo llevé al hospital. Le recetaron este jarabe, una inyección y reposo absoluto. Aquí está el comprobante para justificar su ausencia escolar. También recomendaron paños fríos y líquidos, evitando lácteos. Linsey me escuchó con atención. Luego sonrió. —Gracias por todo lo que hiciste. ¿Cómo puedo pagártelo? —No es necesario, señorita Linsey. Solo hice lo que creí correcto. —Entonces acepta una cena como agradecimiento. —Yo… no sé si sería apropiado. —Por favor. Me sentiría mal si no lo aceptas. —Comparada con ustedes, solo soy una secretaria. No encajaría. —Paula, eso no importa. Lo único que importa es la humildad. Sus palabras me tocaron más de lo que esperaba. Le di mi número. Ella lo anotó con una sonrisa radiante. —Entonces te estaré llamando, Paula. Asentí. Me despedí. Y mientras caminaba de regreso al auto, no pude evitar pensar que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me había visto… sin sospechar nada. Y eso, en mi mundo, era peligroso.