Javier entró como una ráfaga al despacho de Vladimir, cargando una torre de carpetas que parecía a punto de aplastarlo. Caminaba tambaleándose como si llevara encima el peso del mundo, aunque en realidad eran solo informes y papeles.
—Perdón, jefecito, que lo moleste —dijo con voz temblorosa mientras el sudor le bajaba por la frente—. Sé que está ocupado, pero… tengo algo que pedirle.
Vladimir levantó la vista desde su computadora con el ceño fruncido y una ceja arqueada. Al ver a su amigo y asistente con semejante montaña de papeles, no pudo evitar una mezcla de confusión y desconfianza.
—¿Qué quieres, Javier? ¿Y qué haces con tantas carpetas? —preguntó mientras se inclinaba hacia adelante para observar mejor ese despropósito de archivo ambulante.
Javier sonrió, como si acabara de ganar un premio Nobel de productividad.
—Adelanté trabajo, jefecito lindo —exclamó, dejando caer el enorme montón de carpetas sobre el escritorio con un estruendo que hizo volar un par de lapiceros por el a