Cuando Elara nos invitó a pasar a su cabaña, la imagen que tenía en mente se desvaneció al cruzar el umbral. Desde fuera, parecía una humilde morada de pescador, desgastada por el salitre y el viento. Sin embargo, el interior no era la oscuridad desordenada que esperaba encontrar en la casa de una anciana ciega que vivía sola.
Una sorprendente pulcritud reinaba en el pequeño espacio. Los pocos muebles de madera oscura brillaban con un lustre cuidado, y el suelo de tierra batida parecía recién barrido. Un aroma cálido y reconfortante a hierbas secas y madera quemada flotaba en el aire, en contraste con el frío húmedo del exterior.
La cabaña de Elara no era solo un refugio; era un espacio habitado con atención y cuidado, un santuario que reflejaba una calma interior inesperada en medio de la soledad. La atmósfera, lejos de ser lúgubre, era casi... serena, como si el tiempo se moviera a un ritmo diferente dentro de sus paredes. Este inesperado orden y calidez me hicieron sentir una punza