La tarde estaba gris, con nubes que presagiaban tormenta. Sebastián me citó en un estacionamiento subterráneo, lejos de miradas curiosas. El eco de mis pasos se mezclaba con el ruido lejano del tráfico.
Él estaba allí, apoyado en su coche, como siempre, fumando. Cuando me vio, apagó el cigarrillo con un gesto lento.
—Gracias por venir —dijo, abriendo la puerta del copiloto—. Tenemos que hablar sin interrupciones.
Me senté a su lado, con el corazón acelerado.
—Ya estoy cansada de acertijos, Sebastián. Si de verdad quieres ayudarme… dime qué estás planeando.
Sus ojos se clavaron en los míos, serios.
—Muy bien. Te lo diré. Pero una vez que lo sepas, no habrá vuelta atrás.
Tragué saliva.
—Estoy lista.
Él encendió la luz interior del coche y sacó una carpeta más gruesa que las anteriores. Dentro había recortes de periódicos, informes impresos, fotografías borrosas de reuniones nocturnas.
—Julián y Clara no solo son amantes —comenzó—. Son testaferros de una red que lava dinero a través de e