El silencio después de la visita de Clara fue insoportable. Julián me observaba desde el sofá, con una calma que me helaba la sangre. No decía nada, solo tamborileaba con los dedos sobre el brazo del sillón, como si midiera cada segundo de mi respiración.
—Te lo preguntaré una vez más —dijo al fin, con voz grave—: ¿qué te dijo Clara?
—Nada importante —repetí, obligándome a mantener la mirada.
Él se inclinó hacia adelante, los codos sobre las rodillas.
—Ana, no juegues conmigo.
El tono no fue un ruego, ni una súplica. Fue una advertencia.
Me levanté con un nudo en la garganta.
—Ya te lo dije. Hablamos poco, nada que valiera la pena.
Él se incorporó también y me tomó de la muñeca. La presión fue más fuerte que otras veces.
—¿Y por qué estaba aquí? —preguntó, apretando más.
—No lo sé —mentí, apartando la mirada.
Su agarre se aflojó, pero su expresión seguía dura.
—Clara disfruta envenenar las cosas. No la escuches, ¿me oyes?
Asentí, aunque mi corazón gritaba lo contrario.
Esa noche, Juli