Carlos estaba en su oficina, rodeado de planos y papeles. La luz de la tarde entraba por el ventanal, tiñendo de dorado los muebles y la mesa de trabajo. Tenía la mirada concentrada en un boceto, cuando la secretaria entró con una taza de café.
—Aquí tiene, señor —dijo la joven, un poco nerviosa.
Pero apenas apoyó la taza, la bebida se volcó sobre el escritorio. El café se deslizó manchando varios papeles, entre ellos los dibujos en los que Carlos trabajaba desde hacía semanas.
—¡Cuidado! —exclamó él, levantándose de golpe.
La muchacha palideció.
—Lo siento mucho, señor, no fue mi intención.
Carlos respiró hondo, conteniéndose. Ya no veía el café ni los papeles manchados; en su mente había surgido una imagen lejana: La Esperanza, la tierra de Alondra, ese proyecto de campo abierto que alguna vez soñaron juntos. Aquellas llanuras, la idea de levantar algo con sus propias manos, la mirada firme de ella marcando su destino en la tierra.
“Quizá aún no está todo perdido”, pensó.
Llamó a su