Los días en La Esperanza parecían transcurrir rápidos y pesados al mismo tiempo. El aire estaba impregnado de un silencio extraño, como si todo el campo contuviera la respiración. La ausencia de Alondra se sentía en cada rincón: en el eco de los pasillos vacíos, en el comedor donde ya no se escuchaba su risa, y en los ojos apagados de don Emiliano.
Alondra había partido con el corazón destrozado, incapaz de aceptar la verdad que la perseguía como un látigo: don Emiliano no era su padre y su madre no era la mujer que ella había idealizado durante toda su vida. Ese secreto, oculto por tanto tiempo, ahora la había dejado a la deriva.
Don Emiliano, aunque trataba de mostrarse sereno frente a los demás, llevaba un huracán en el pecho. Caminaba de un lado a otro en el despacho, sin poder concentrarse en los papeles ni en las cuentas de la hacienda.
—¿Y si nunca me perdona? —susurraba para sí, con los ojos enrojecidos—. ¿Y si mi muchacha me odia para siempre?
El hombre sabía que había hecho