Eliza
Londres era hermoso.
Llevaba una semana y cada día encontraba algo nuevo que me maravillaba. Las calles empedradas con historia en cada rincón, el murmullo constante de la ciudad, los parques que respiraban calma entre el caos, los acentos que llenaban el aire como música desconocida. Todo era tan distinto, tan ajeno… y, sin embargo, por alguna razón, me hacía sentir a salvo.
Todavía no salía demasiado, me lo tomaba con calma.
Estaba adaptándome a este nuevo ritmo, a los silencios, a la rutina. Y también al ático que Nicholas me había facilitado. Me gustaba mucho, no solo porque era amplio, con grandes ventanales por donde entraba la luz a raudales cada mañana, sino porque estaba a pasos del trabajo. Y lo más importante: era accesible para mi salario.
Eso lo convertía en un pequeño lujo al que podía llamar hogar sin sentir que estaba dependiendo de nadie.
Aun así, había una parte de mí que seguía triste. Pequeña, escondida… pero persistente. Una parte que se resistía a dejar ir