A la mañana siguiente, el cielo amaneció cubierto de un gris opaco. Las gotas de lluvia golpeaban suavemente el vidrio de la ventana mientras Violeta guardaba las últimas cosas en una maleta pequeña. Su corazón latía rápido, no solo por el cambio que se avecinaba, sino por la sensación de que estaba dejando atrás algo más que su pequeño apartamento: su independencia, su refugio, su vida antes de Liam Rothwell.
Atenea estaba sobre el sofá, observándola en silencio. Parecía entender lo que ocurría. Sus orejas estaban erguidas, y su cola se movía lentamente de un lado a otro. Cada vez que Violeta tomaba algo de su sitio, la gata soltaba un maullido corto, casi de desaprobación.
—No me mires así —le dijo Violeta, intentando sonreír mientras cerraba la cremallera de la maleta—. No es que quiera irme, pero… es lo que toca.
Atenea respondió con un bufido leve, como si no estuviera conforme con la explicación.
Justo en ese momento, un golpe en la puerta la sobresaltó. Sabía que era él. Re