La noche era tan serena que el aire parecía flotar entre las hojas del parque, como un suspiro de verano tardío. Hope caminaba a su lado en silencio, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta que Eugene le había prestado. Aún olía a su colonia, esa mezcla de madera, menta y algo que solo podía describirse como “él”.
No sabía por qué no había pedido irse directamente a casa después del ensayo. Tal vez era la forma en que Eugene la había mirado antes de decir: “Ven, quiero mostrarte algo.”
Y ahí estaban ahora, cruzando un pequeño sendero iluminado por farolas anaranjadas que parecían temblar con el viento.
Eugene caminaba con las manos en los bolsillos, relajado, aunque Hope podía notar que estaba nervioso.
—Nunca había venido aquí de noche —comentó ella, mirando el reflejo de las luces sobre el lago.
—Yo venía cuando era niño —respondió él, deteniéndose junto al agua—. Mi mamá me traía a pescar con mi papá. Nunca atrapábamos nada, pero ella fingía que sí.
Hope lo miró, sorprend