primeras grietas

La mansión De La Vega era una mezcla de lujo y silencio. Al llegar, Valentina sintió que estaba entrando a otro mundo, uno que no le pertenecía. Las paredes altas, los mármoles italianos, los candelabros que colgaban como joyas de cristal… todo brillaba menos ella.

Alexander caminó delante, sin voltear a verla, como si ella fuera solo un paquete entregado a su propiedad. La llevó por un pasillo interminable hasta una habitación en el ala este.

—Esta será tu habitación —dijo, abriendo una puerta doble con acabado de roble oscuro—. Tiene baño privado, vestidor, escritorio, lo que necesites.

Valentina entró y observó con detenimiento. Todo era impecable, pero no se sentía acogedor. Era más una jaula de oro que un refugio.

—¿Y debo agradecerte? —preguntó, cruzándose de brazos.

Alexander no respondió de inmediato. Se limitó a observarla con esa mirada que desnudaba verdades no dichas.

—No quiero tu agradecimiento. Solo necesito que cumplas tu parte.

Ella apretó los labios.

—Aún no firmé nada.

—Pero lo harás. —La seguridad en su voz era irritante—. Mañana por la mañana hablaremos con el abogado. Todo estará claro, legal y sellado.

Valentina no respondió. Se limitó a caminar hacia la ventana y correr un poco la cortina. Desde allí se veía un enorme jardín perfectamente recortado. Flores exóticas, una fuente en el centro, y más allá, un muro de piedra que parecía tan antiguo como la propia mansión.

—¿Soy tu prisionera, Alexander?

Él dio un paso hacia ella, tan cerca que pudo oler su loción con notas amaderadas.

—Eres mi esposa... en proceso. No olvides que tú aceptaste esta locura. Yo solo te ofrecí una solución.

—Una solución vestida de condena.

—¿Prefieres la cárcel?

Valentina lo fulminó con la mirada. Él sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era una advertencia.

—Mañana desayunamos a las ocho. No llegues tarde.

Y sin esperar respuesta, salió.

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La noche fue larga. Valentina se recostó sobre la cama, con los ojos abiertos, repasando cada segundo desde que aceptó aquel maldito contrato verbal. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo había llegado a ese punto?

La imagen de su madre en el hospital volvió a ella. Las lágrimas contenidas. El sonido de las máquinas. La desesperación. Lo había hecho por ella… ¿no? ¿O se había rendido demasiado rápido?

Cerró los ojos, deseando despertar de esa pesadilla. Pero no era un sueño. Era su nueva realidad.

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El desayuno fue una escena sacada de una novela inglesa. Una mesa inmensa, con manteles blancos, platos finos y más cubiertos de los que ella sabía usar. Alexander ya estaba sentado, revisando unos papeles.

—Buenos días —dijo sin mirarla.

Valentina se sentó frente a él.

—¿Este es el desayuno o el banquete de una boda real?

—Tú elige. Puedes comer lo que quieras.

Una señora mayor apareció en la puerta. De cabello canoso recogido en un moño y rostro sereno. Lucía como una institutriz de otra época.

—Ella es Luisa. Se encargará de que no te falte nada —dijo Alexander sin levantar la vista.

—¿También me vigilará?

Luisa sonrió con discreción.

—Estoy para servirle, señorita Valentina.

—Señora De La Vega —corrigió Alexander sin levantar la voz, pero con firmeza.

Valentina tragó saliva. Aún no se acostumbraba a ese apellido que no era suyo... todavía.

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Una hora más tarde, estaban en el despacho. El abogado, un hombre de unos cincuenta, leyó cada cláusula con cuidado. Era un contrato matrimonial por un año. Valentina debía representar a la esposa perfecta ante los medios, en eventos familiares y corporativos. A cambio, su familia recibiría ayuda económica completa y un pago mensual más que generoso.

—Al terminar el año —explicó el abogado—, ambas partes quedarán libres sin derecho a reclamos posteriores. Pero si una de las partes rompe el acuerdo antes del plazo, deberá pagar una penalidad millonaria.

—¿Y si me enamoro de otro hombre? —preguntó Valentina, con evidente provocación.

Alexander la miró por primera vez desde que entraron al despacho. Fijo, intenso.

—No lo harás.

—¿Eso también está en el contrato?

—No, pero si rompes la imagen de “esposa perfecta”, lo pagarás caro.

Valentina sintió un nudo en el estómago. Firmó. Cada letra de su nombre dolía.

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Durante los días siguientes, Valentina fue instruida por Luisa en todo lo que debía saber para “parecer una De La Vega”. Qué comer, cómo vestirse, cómo caminar, hablar, incluso cómo sonreír para las cámaras.

Alexander, mientras tanto, iba y venía. A veces ni siquiera lo veía. Era como vivir en la casa de un fantasma rico.

Una tarde, mientras paseaba por el jardín, vio algo extraño: una puerta semioculta detrás de unos arbustos altos. Curiosa, la empujó. Crujió al abrirse y reveló una especie de camino de piedra que descendía entre árboles frondosos.

Caminó unos metros hasta llegar a un invernadero abandonado. Todo estaba cubierto de polvo y maleza. Entró. Era un lugar hermoso, aunque descuidado. Un piano antiguo en una esquina, estantes con libros, lienzos a medio pintar.

—¿Qué es este lugar? —susurró.

—El único rincón de esta casa que aún guarda secretos —dijo una voz detrás de ella.

Se giró. Alexander estaba ahí, apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos.

—No pensé que supieras sonreír —dijo ella, al verlo casi relajado.

—Este era el invernadero de mi madre. Aquí pasaba sus días antes de enfermar.

Valentina notó un dejo de tristeza en su voz. Por primera vez, parecía humano.

—¿Y por qué lo abandonaron?

—Mi padre no soportaba verla en ningún rincón. Cerró todo.

—Pero tú sí vienes.

—A veces.

Hubo un silencio largo.

—¿Por qué yo, Alexander? —preguntó de pronto.

Él la miró directo a los ojos.

—Porque eres impredecible. Y porque no me miras con miedo, sino con rabia. Eso me recuerda que sigo vivo.

Valentina no supo qué responder. Alexander se acercó, y por un segundo, sus rostros estuvieron peligrosamente cerca.

—Este lugar es tuyo, si quieres. —Su voz era un susurro—. Aquí puedes ser tú.

Y luego se marchó.

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Esa noche, Valentina no pudo dormir. Algo había cambiado. Tal vez no en Alexander, pero sí en ella. Sentía que esa mansión escondía más que secretos… escondía un corazón herido.

Y por primera vez, sintió curiosidad por sanar algo que no era suyo.

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